La Ley Fundamental está por encima de las ambiciones personales y partidarias, y no debe convertirse en juguete de la coyuntura. |
El objetivo proclamado es extender el mandato de la Presidenta. Según afirmó hace un año la diputada Diana Conti, los sectores ultrakirchneristas a los que pertenece ya avizoraban "el deseo de una reforma constitucional" con vistas a "una Cristina eterna".
En verdad, desde mucho antes de esa declaración, el juez de la Corte Suprema, Eugenio Raúl Zaffaroni, ha estado proponiendo cambiar el actual sistema a uno parlamentario, propuesta que, de alguna forma, se alinea en la misma dirección pues, entre las muchas ventajas que a su criterio ofrece, "el parlamentarismo cierra las discusiones en torno a las reelecciones, ya que el premier puede ser reelegido indefinidamente, aunque en la práctica no sea lo habitual".
Así, la propuesta no es ni nueva ni original, pero alarma que provenga de quien integra uno de los poderes del Estado, la Corte Suprema, que podría tener que intervenir de plantearse algún conflicto.
Estas expresiones podrían ser globos de ensayo que, al tiempo que servirían para preparar el terreno, medirían el grado de aceptación en la sociedad. En este sentido, una encuesta de Ipsos-Mora y Araujo arrojó un resultado contundente: sólo el 35 por ciento de los consultados se mostró en favor de la reforma, mientras que el 54 por ciento, casi la misma cantidad de votos que obtuvo la Presidenta en octubre pasado, manifestó su rechazo.
La necesidad de una reforma debe ser declarada por el Congreso con el voto de por lo menos las dos terceras partes de sus miembros. Hoy el oficialismo dista de contar con esa cantidad de legisladores, pero ya ha demostrado sobradamente su capacidad para captar voluntades opositoras.
Justificar la conveniencia de cambiar la Constitución para adecuarla a las condiciones de un resultado electoral es absolutamente contradictorio con los más elementales principios del moderno constitucionalismo, como son los derechos humanos, la separación de los poderes, el gobierno representativo, la limitación del poder gubernamental, la responsabilidad política y la independencia judicial.
La voluntad indisimulada de perpetuarse en el poder parece ser una constante de los gobiernos peronistas. En cuanto se sienten fuertes y seguros, cuando gozan de un amplio apoyo popular, procuran la reelección y, si la Constitución se las veda, plantean su imperiosa reforma.
El valor de una Constitución reside no sólo en sus principios, sino también en su permanencia. Por eso, son tantas las exigencias previstas para su modificación. La aspiración a la inmutabilidad se pierde si cada administración la amoldara a su gusto. De prosperar la iniciativa que comentamos, volvería a modificarse la Constitución nacional con la única finalidad de ponerla al servicio del Poder Ejecutivo, adaptándola a la voluntad y la necesidad presidencial, algo sobre lo que tenemos tan sobrada como nefasta experiencia.
En 1949, Perón reformó la Constitución introduciéndole, entre otras modificaciones, la reelección indefinida que le permitiría un segundo mandato, que no pudo concluir por la Revolución Libertadora. En 1994, Menem obtuvo una segunda presidencia mediante una reforma. En ambos casos pareciera que los cambios conspiraron contra quienes supuestamente se beneficiaban: Perón fue destituido por la revolución de 1955 y Menem arruinó los logros de su primera presidencia. Quien perdió, en definitiva, fue el país.
En esta oportunidad, la Ley Fundamental de la República volvería a convertirse en arcilla maleable para la coyuntura cuando, como acertadamente señala la oposición política, lo que debería hacer el gobierno, en vez de modificarla, es cumplir con su letra y con su espíritu.
Esto no implica negar la posibilidad de reformar la Constitución, pero los cambios permanentes son perjudiciales. Modificarla al impulso de mayorías circunstanciales es lo contrario del constitucionalismo.
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