Descontrol ciudadano en las madrugadas de los domingos, cuando “los chicos” y “las chicas” se entregan a “la posterior” a beber alcohol en las estaciones de servicios. |
El
ruido está en todas partes. En la calle con los vehículos portando altavoces,
en la televisión con programas donde el grito y los diálogos entremezclados de
los protagonistas es moneda corriente y no se entiende lo que dicen. En el
barrio, donde el vecino pone la radio a todo volumen para hacer compartir su
alegría estimulada por el consumo de varias cervezas.
Quien
no admite ser introducido compulsivamente en este código ya generalizado
pertenece a otro planeta. No puede subsistir. O estás o no estás. Y el ruido
está en todas partes. Hasta aparece inesperadamente. Y quienes lo promueven parecen ejercitar una
suerte de fuerte personalidad y distinción ante los demás.
Es
innegable que el derecho a la libertad es un atributo inalienable de todos.
Pero hoy estos códigos tácitamente expresan que esa propiedad parece no tener límites
a contrapelo de quienes defienden los suyos y no son respetados cuando llega el
momento del reclamo.
Salida
de boliches
Las
madrugadas domingueras tienen en Santiago, como en todas partes del país, un
ejemplo concreto y claro del ejercicio de esa libertad sin límites.
Los
jóvenes son quienes la sostienen a plenitud, cuando después de haber visto
aclarar el día en un sitio expreso para la diversión, la continúan en otros no
habilitados como tal (hacer la posterior), sin importarles a quienes no
participan de estos modos sociales de “convivencia”.
Las
estaciones de servicio son los puntos elegidos para la prosecución de una noche
de expansión. Allí es donde encuentran subrepticiamente el lugar propicio para
“seguir” la farra, consumiendo bebidas alcohólicas -una clara violación de los
códigos- (“te vendo pero no lo consumas aquí”, tendría que ser) y utilizar los
equipos de música colocados en sus automóviles para hacerlos sonar a full, sin
importar la tranquilidad y el descanso de los atribulados e indefensos vecinos;
mientras ellos, bien estimulados, se
toman fotos con sus celulares y hasta ensayan pasos de baile.
Y
en ese ámbito elegido como un puerto libre, pareciera que todos están inmersos
en el “ruido” sin ser directos protagonistas, porque empleados y hasta policías
de seguridad contratados asumen la actitud de los farristas indiferentemente,
como un hecho propio y natural de esta actual forma de vivir (ellos lo hacen
hoy, mañana me toca a mí).
Toman
el episodio como si ello los involucra indirectamente y lo aceptan; es decir,
aparecen comprometidos en esa indolente actitud, cual si fuera un “derecho
propio” y consentido transferencialmente.
Entonces
nadie, de los que tienen que asumir a esa hora la responsabilidad de velar por
lo que corresponde, es capaz de poner freno a tales excesos.
En
este plano de cultura social estamos inmersos. Los que viven dentro del “ruido”
y los que no y pugnan por ser respetados porque así lo marcan sus derechos.
Lo
lamentable es que no hay un ejercicio debido de autoridad competente para hacer
convalidar lo que está escrito en ordenanzas y edictos; léase Calidad de Vida y
jueces de Faltas de la municipalidad de la Capital, y división Protección y Prevención
Contra el Alcoholismo de la policía provincial.
Más bien esos parecen ser hoy meros papeles, que
a la hora de la diversión y la farra, tan solo sirven literalmente para ser
usados higiénicamente.
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