Por Ernesto Picco.
En
una de las pocas fotos en que aparecen juntos, Juárez lo aplaude. Es febrero de
2002 y Zamora acaba de dar un salto fundamental. Dos meses antes, mientras en
Buenos Aires De la Rúa se iba en helicóptero, en Santiago la cúpula del
gobierno municipal encabezada por Zavalía se reunía en el céntrico hotel
Libertador. Tomaban la decisión de renunciar en bloque a sus cargos. Se iban
todos, como pedían las cacerolas. Pero su viceintendente, un joven Gerardo
Zamora, decía que no, que él no renunciaba. Él se quedaba. Los empleados
municipales estaban de paro desde noviembre y el municipio estaba financieramente
quebrado, pero él se quedaba a apagar el incendio. Nadie en el salón del hotel
entendía nada. Algún testigo de esa noche dice que se fue a las piñas con
Gustavo Zavalía, hermano del intendente y secretario de Gobierno. Afuera del
hotel había una muchedumbre protestando. Zamora tenía 37 años. Y mientras los
otros funcionarios se escapaban, unos por la puerta de atrás y otros por el
techo, él se quedaba.
Con
la renuncia de Zavalía, Zamora era el primero en la línea de sucesión de la
intendencia. A las pocas horas se ponía al frente del municipio y Juárez
liberaba el dinero para pagar los sueldos atrasados y normalizar la situación
financiera. Los radicales fugados de la municipalidad después denunciarían un
supuesto pacto preexistente entre el gobernador y el nuevo intendente. Zamora
había dado un salto fundamental en su carrera política. En la foto, mientras
Juárez lo aplaude, él le entrega las llaves de la ciudad al presidente Duhalde,
que estaba de paso por Santiago en una recorrida por las provincias de un país
sumido en la crisis total. Juárez mira al intendente detrás de sus anteojos
negros, tal vez sin imaginarse que ante él está su indirecto heredero. Poco más
de una década después, sentado frente al periodista Rogelio Llapur, Zamora dirá
en una de sus últimas entrevistas como gobernador que nunca ha hecho política
desde el agravio, sino desde el trabajo conjunto, “sin distinción de banderías
políticas”, como reza una de las muletillas favoritas de sus discursos. Y no le
miente a Llapur. El día que le sacan la foto con Juárez y Duhalde, Zamora se
deshace en halagos para el octogenario gobernador. Le dice a un periodista de
El Liberal lo mucho y lo bueno que ha hecho por la provincia y por la ciudad.
Exactamente un año después, en otro verano de fuego, aparecen los cuerpos de
Leyla y Patricia en La Dársena. Mientras en las calles se empiezan a organizar
las marchas por el Doble Crimen, Zamora aparece en un cartelito chiquito,
austero, con el dibujo de unas casas rosas de fondo, candidateándose para
intendente por la Unión Cívica Radical. La protesta contra el juarismo crece en
las calles y llegan las primeras misiones del Ministerio de Justicia de la
Nación a analizar la situación de la provincia al mismo tiempo que Zamora, sin
alardes, completa el mandato trunco de Zavalía y después gana las elecciones
municipales con más del sesenta por ciento de los votos. Todas las miradas del
país están puestas en la plaza Libertad. Zamora está muy cerca, las marchas
pasan frente a la municipalidad, pero él se queda quieto en su despacho,
mientras en las calles miles de santiagueños protestan contra el juarismo. El
intendente aguarda, pasa inadvertido, calcula.
El
resto es historia reciente. Pasadas las marchas y pasada la intervención
federal, Zamora emerge como el máximo líder político de la provincia. Tiene 41
años y cara de bueno. Al lado de Juárez, casi una momia, el joven radical
aparece como el cambio de una historia de medio siglo de miserias. La gente lo
vota. El intendente le gana las elecciones por seis puntos a Pepe Figueroa, el
candidato peronista. En 2005 el poder cambia de rostro. Juárezes desterrado del
mapa, y el futuro es una hoja en blanco. Zamora va a gobernar ocho años y va a
tener triunfos electorales superlativos: 53, 62, 85, 71. Todos puntos porcentuales que dejan
en ridículo a la oposición y vuelven imbatible al Frente Cívico. En diciembre
de 2013, once años después de la foto con Juárez y Duhalde, le va a pasar el
mando a su esposa Claudia. El anuncio de su candidatura va a generar sorpresa,
murmullos, insinuaciones de rimas con el pasado juarista. Pero nada de eso va a
importar porque la van a apoyar. La presidenta está convaleciente tras una
operación, pero en pocos días van a venir a bancar Abal Medina, Alicia
Kirchner, De Vido y Capitanich. Y la gobernadora va a ganar con el 63 por
ciento de los votos. No importará que sea uno de los triunfos menos exagerados
del zamorismo, porque seguirá siendo un triunfo arrollador. Y sobre todo, no
importará porque los triunfos más importantes del zamorismo nunca fueron los
electorales, sino los tácticos. Las audaces apuestas de Zamora en momentos
clave, como en el hotel Libertador. Esas han sido sus verdaderas victorias, las
que pocos recuerdan, y que han sido muchas en sus ocho años de gobierno.
Demostraciones
El entonces intendente
de la Capital, Gerardo Zamora, entrega las llaves de la ciudad al mientras Eduardo
Duhalde, entre la algarabía de un Carlos Juàrez que aplaude.
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Otra
vez la plaza Libertad. Ahora el centro de atención es un comisario retirado,
pequeño de tamaño pero desafiante en su discurso. Se apellida Gutiérrez y es el
líder de un grupo de 300 policías que se han acuartelado en la Jefatura de
Policía en un violento reclamo salarial. Durante la semana que dura la
protesta, Gutiérrez habla varias veces subido a una de las tantas camionetas y
móviles policiales que se han apiñado frente al antiguo cabildo. La plaza es
una caldera. Zamora ya no está ahí. Se ha mudado de la municipalidad a la Casa
de Gobierno, varias cuadras más lejos. Por primera vez se va a ver que se le
frunce el ceño en su cara de bueno. El joven gobernador va a ser puesto a
prueba y va a mostrar que es implacable. Llama a su despacho a las cámaras de
Canal 7. Dice que el aumento es imposible de dar, reta a los acuartelados y
dice que no va a dialogar con ellos. A las pocas horas entra a la plaza una
marcha que apoya al gobierno. No es una marcha pacífica. Muchos vienen con palos
y piedras. Los policías están encerrados en el edificio y los marchantes
empujan un auto hasta la puerta y lo prenden fuego. Mientras, el gobernador
pasa a disponibilidad a 115 efectivos policiales de todos los rangos. A las
pocas horas el acuartelamiento se levanta, y Zamora acusa a Musa Azar y a
algunos efectivos policiales vinculados a la policía juarista. Dice que ahora
Santiago es otra provincia y no sólo gana la batalla a los sediciosos, también
deja sentada una marca que se volverá una constante: no hay lugar para el
conflicto, y el que se enfrenta, pierde. Sólo se negocia y se discute bajo sus
términos. Al asumir su gobierno, Zamora sostuvo las mesas de diálogo que habían
empezado con la intervención federal. Sólo en ese marco se darán desde entonces
las discusiones salariales y sólo ahí se escucharan las demandas laborales, de
tierra, o de otro tipo. Afuera, nada. Al poco tiempo, especialista en hacer
magia con las ruinas, Zamora convertirá las llamas en fuegos artificiales: va a
mandar a la policía a otro edificio y al quemado cabildo lo transformará en un
coqueto centro cultural, que inaugurará la propia presidenta en 2010. Para
entonces ya estará conjurado el olvido, y nadie se acordará de los policías, de
los palos ni del fuego.
Al
momento del acuartelamiento, Zamora llevaba poco más de un año en el gobierno.
Fue la primera vez que tuvo que demostrar fuerza. Antes, ya había demostrado
astucia. Para competir en las elecciones se había aliado con un sector de
peronistas díscolos, que se engrosó tras el triunfo de 2005. Sin rencores, les
abrió la puerta a varios legisladores que habían entrado de la mano de Figueroa
y ensanchó sus filas. Se acomodó al confortable amparo del kirchnerismo y
recompuso las relaciones entre la provincia y el gobierno nacional, que en
veinte años de democracia habían sido siempre tensas. Para terminar de pararse
firme, Zamora había sumado otro aliado clave: el Grupo Ick. Después de la
virulencia con la que la intervención federal había investigado y fustigado al
acusado de ser el poder económico detrás del régimen juarista, el nuevo
gobernador hizo las paces con los empresarios y les devolvió algunos de los
beneficios que habían perdido durante el mandato de los federales. Desde
entonces el gobernador controlaría el escenario político casi sin turbulencias.
Zamora había demostrado fuerza, astucia y control político, y no demoraría en
demostrar sangre fría ante la traición, que siempre repta sigilosa entre los
poderosos. A él le tocó que las traiciones le llegaran de sus hombres más
cercanos. En 2008 el senador Rached votó en contra del proyecto presidencial de
retenciones a la exportación de soja y forzó el voto no positivo de Cobos que
tumbó la iniciativa. En 2009, el intendente Alegre empezó a preparar
prematuramente a sus huestes para una posible sucesión en la gobernación.
Zamora borró del mapa político a uno y mandó a la cárcel al otro. En una
grabación filtrada que quedará para la historia, el gobernador diría en 2013
que con los traidores era más hijo de puta que Juárez. Y otra vez, no mentía.
La última apuesta
El
lanzamiento de Claudia Zamora para aspirar a la gobernación se decidió en unas
horas. La Suprema Corte de Justicia de la Nación había tenido que mostrarles de
un sopapo a los jueces santiagueños lo que la Constitución provincial decía sin
rodeos: el segundo mandato de Zamora era el segundo mandato de Zamora, y no
había margen para inventar una re-reelección. Suspendida su candidatura por un
tercer mandato, las fuerzas políticas del Frente Cívico habían jugado todas en
equipo hasta las elecciones del 27 de octubre, donde se eligieron diputados
provinciales, nacionales y senadores. El oficialismo se impuso con un margen
cercano al ochenta por ciento y al día siguiente el gobernador, que ya no podía
ser candidato, viajó a Buenos Aires a buscar apoyo. Su mandato vencía en menos
de dos meses y amenazaba la acefalía. El candidato para reemplazarlo en las
inminentes elecciones iba a ser el vicegobernador Niccolai, pero la pata
peronista del Frente Cívico se reunió el martes 29 en la CGT, y se negó a
apoyar una fórmula conducida otra vez por un radical. A Zamora le marcaban la
cancha desde adentro: le hicieron saber que si no había otra opción, se podía
separar el frente. En la mañana del miércoles 30, Zamora le pidió a su esposa,
nieta de un histórico dirigente radical e hija de un reconocido militante
peronista, que asumiera la responsabilidad de encabezar la fórmula con un
vicegobernador peronista. Horas después, esa misma tarde, todos transpirados
lanzaron la candidatura Zamora-Neder, no sin despertar polémica.
Hoy
no importa que Claudia Zamora haya cosechado catorce puntos menos que los que
el Frente Cívico obtuvo en las elecciones para diputados hace apenas un mes y
medio. Zamora volvió a ganar. En horas críticas recordó a todos que es un
experto piloto de tormentas y evitó lo que amenazaba con ser una ruptura
interna entre el ala radical y el ala peronista del gobierno. Apostó a su
esposa y ganó. Mientras tanto, en las semanas de tensión entre la suspensión de
las elecciones de octubre y los comicios del 1 de diciembre una nueva muletilla
empezó a sonar en la boca de todos los dirigentes del Frente Cívico.
Peronistas, radicales, funcionarios y dirigentes barriales empezaron a hablar
de la paz social como el principal valor a proteger. Y sólo un apellido podía garantizarlo.
En la mañana del primer domingo de diciembre, Claudia Zamora habló por segunda
vez ante las cámaras en su condición de candidata, e insistió en un concepto
que repitió en su primer discurso como gobernadora electa pasadas las ocho de
la noche: la unidad política de los santiagueños. Paz social y unidad política
serán el lema de la nueva etapa que comienza. Palabras delicadas para referirse
al control.
El
escenario cambia pero, igual que en el diciembre caluroso de 2001, Zamora no se
va. Se queda. Aunque es otra la historia, es el mismo protagonista, pero con
más poder y con más experiencia. Claudia Zamora pidió que la apoyen para que
Santiago siga el camino del desarrollo. El famoso “Sigamos creciendo”, que ha
sido uno de los eslóganes favoritos con los que en sus casi nueve años de
gobierno, el Frente Cívico ha invitado en tiempos de campaña a continuar
apoyando la indiscutible transformación de la provincia. Edificios que crecen
como hongos, una terminal futurista y un par de torres que en Santiago sólo se
han visto en películas. Hoteles y autódromos que nos hacen sentir que somos más
grandes, que hacen que el país nos mire. Un monumental tendido de obras de
infraestructura, agua y caminos en el interior, que ha cambiado la vida a miles
de santiagueños. Zamora ha cambiado una provincia que estaba en ruinas.
Crecimos, pero en la otra cara de esa moneda, Santiago sigue ostentando los
índices más vergonzosos en calidad de vida. Hay funcionarios que se han vuelto
obscenamente millonarios, a los que algunos miran con desconfianza y otros con
retorcido agrado: roban pero hacen. Hay asesinatos de tintes mafiosos sin
resolver. Hay un relato único fomentado por medios complacientes y un gobierno
que niega el conflicto y el disenso. Es la otra cara del progreso. El costo de
un proyecto que Zamora ha llevado adelante convencido, y que la mayoría de los
santiagueños ha apoyado cada vez que los han llamado a las urnas. Para más, en
la escena política local no parece haber otro dirigente con la fuerza, la astucia
y la capacidad de construir poder que ha demostrado Zamora. Con errores y con
aciertos, como a él le gusta decir, su proyecto se ha consolidado y la
provincia crece. Los santiagueños lo elegimos y elegimos también pagar el
precio, asumir las contradicciones. El futuro y la historia juzgarán al
gobernador, a su esposa, y a todos en
este cuento: a los que los apoyan, a los que no supieron construir
alternativas, a los que conceden, a los que critican con razón o sin ella, a
los que les da lo mismo. Por ahora, un par de cosas son seguras: que pasada la
tormenta electoral, el Frente Cívico sigue fuerte y de pie; que en la crisis,
el gobernador ha encontrado una figura impensada en quién delegar con confianza
el poder; y que Zamora tiene mucho tiempo por delante para seguir escribiendo
su historia, que seguramente será la nuestra. Tiene 49 años, el pelo todavía
bien negro, y es el hombre más poderoso de Santiago. En la foto, Juárez lo mira
y aplaude
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