Editorial de La Nación, de Buenos Aires.
El oficialismo exhibe una regresión hacia la concepción autoritaria que caracterizó al primer peronismo. |
La presidenta de la Nación, que se propone a sí misma como una figura moderna, y no pocos de sus funcionarios parecen ser víctimas de una arcaica fascinación por aquel orden autoritario y fascistoide, al que ellos no pudieron acceder por razones de edad.
Caben como mero ejemplo iniciativas como la que comentamos días atrás en esta columna, referida al convenio entre la agencia Télam y el Ministerio de Educación de la Nación, que significan, nada menos que en el valioso campo de la educación, una formidable regresión.
Son muchos los rasgos del kirchnerismo en los que se detecta esa filiación. La predilección del pacto corporativo por sobre el diálogo político; la exaltación mitológica del líder y la subordinación del Estado a los imperativos facciosos del partido o de una camarilla interna son algunas de las marcas que indican esa extraña recuperación de una identidad primitiva, de la que hasta el propio Juan Domingo Perón había comenzado a desprenderse al final de sus días.
La manipulación del alumnado para ejercicios de entrenamiento ideológico y la confusión de educación con adoctrinamiento -tan frecuente en aquel peronismo en blanco y negro que obligaba a leer La razón de mi vida o a aprender a escribir con frases laudatorias hacia Eva Perón- expresan pulsiones autoritarias que, en el contexto histórico actual, llaman la atención por lo extravagantes.
La tan triste consigna "Alpargatas sí, libros no" pareció haber encontrado en los últimos días su correlato en las restricciones a la importación de libros que se están registrando.
La apelación recurrente al pronombre de primera persona singular en las múltiples alocuciones a las que el Ejecutivo nos tiene acostumbrados es otro ejemplo más del eje personalísimo sobre el que se mueve el discurso presidencial y que lo visten con jirones del pasado que deberían ya haber quedado superados. Resuenan con triste insistencia aquellas palabras erróneamente atribuidas a Luis XIV de Francia, "El Estado soy yo", propias de un orden antiguo y vetusto.
Más allá de la experiencia histórica, está claro que cuando la vara para medir es netamente autorreferencial, inevitablemente se cierne sobre cualquier análisis una distorsión insalvable y el único camino posible consiste en negar de plano cualquier percepción distinta a la propia. Se trata de acallar, entonces, las voces que puedan expresar la más mínima crítica o disidencia. La deseable capacidad de diálogo y apertura se pierden cuando uno se empeña, tanto en lo personal como en el orden nacional, en ser el centro del mundo, y la construcción subjetiva resultante, lejos de enriquecerse con la alteridad, se empobrece en su estéril encierro.
La falta de interlocutores cuya voz plantee un sano y necesario contrapunto no hace más que retroalimentar cotidianamente esta preocupante tendencia. El discurso único puede transformarse en un canto de sirena y, frente a él, la ciudadanía corre el riesgo de adormecerse para sólo despertar, tal vez, cuando sea demasiado tarde y los personalismos enquistados en el poder puedan ya haber aniquilado a las instituciones de la República. Es de esperar que, frente a un nuevo período al que todo indica que accederán sin mayores sobresaltos, quienes conducirán los destinos del país por cuatro años más comprendan que "Espacio para todos" sería el mejor y más moderno lema de campaña.
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