Por Pedro
Arbona, en Nuevo Diario de Santiago del Estero.
“Papilo” fue un emblema de trabajo del Centro de Santiago,
con su venta de revistas visitado por todo el mundo, en Libertad y Belgrano.
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Libertad
casi Belgrano. Una voz estridente se apoya en la amplificación de un megáfono:
“Diarios, revistas”... y; por qué no, la broma oportuna a algún transeúnte
célebre.
Era
“Papilo”, una postal típica del casco céntrico de ciudad Capital: canillita de
alma, hincha del “ferroviario”, apasionado y con un corazón enorme que pocos
conocieron porque se quedaron con el personaje que siempre llevaba un pañuelo
al cuello; a veces sombrero, poncho y, otras, un clavel rojo en la oreja.
Desde
tiempos imprecisos, el kiosco de Luis Oscar Torrijos fue el referente de
expendio de diarios y revistas. Donde no “había”, siempre “Papilo” la tenía.
Las revistas Gente, Caras, Pronto y Noticias traían a Santiago las noticias de
la gran urbe.
“Diarios,
revistas, doctor pague la cuenta que al fiao solo se corta ‘Papilo’” y
ocurrencias hilarantes que jamás cayeron mal en el ánimo de sus destinatarios.
Cuando adolescentes, si nos veía con uniforme en horario escolar, empuñaba la
“bocina” delatora y nos gritaba “¡cuqueros, vuelvan al colegio!”, para la
carcajada de todos.
El
“canillita de canillitas” de Santiago del Estero hizo de su kiosco su hogar,
acompañado siempre de sus hijos Fernando, Mariano y Juan, quienes actualmente
se alternan para atender el negocio familiar. En total, tuvo siete hijos, de
los cuales dos perdieron la vida trágicamente en accidentes.
Como
extraído del tiempo, desde cuando los taxis eran negros con techo amarillo y la
ciudad se vestía con tonos grises, “Papilo” fue el colorido personaje que le
ganó al gran tipo que fue.
Indisimulable,
casi parte del paisaje de una ciudad que creció cansinamente hasta pegar el
gran salto después del año 2000.
Sentado en la esquina, “Papilo” promocionaba sus diarios y revistas por un megáfono, con el que también saludaba y bromeaba a su clientela. |
Alguna
vez contó que nunca le interesó la política, que regalaba alimentos a los
vecinos de atrás del cementerio porque “se morían de hambre” y que dejaba
diarios (muchos) sin costo alguno en el Penal de Varones y algunas veces en el
de mujeres.
Quería
que los presos tuvieran la oportunidad de estar informados y, por qué no, de
aprender a leer.
Al
Diego Alcorta (el “hospital de locos”) llegaba con chocolates, cigarrillos,
galletitas y facturas todas las semanas. Conversaba animadamente con los
enfermos y era querido por todos, como si en realidad entendiera el vuelo
delirante de aquellos intercambios: les descubrió y arropó el alma, esa que a
muchos les habían negado sus familiares en el abandono.
“Botellita”
Valdez siempre lo acompañó y se podría decir -sin margen de error- que fue
quien oficiaba de lector en el kiosco.
Detrás
de la existencia de “Botellita” también se asoma el alma grande de Torrijos: lo
puso a trabajar con él para sacarlo del alcoholismo. Dicen que lo logró con
tenacidad: por las buenas y por las malas. Pero “Botellita” se recuperó.
Un
día el megáfono desapareció de la tradicional esquina como desaparecen
misteriosamente las cosas buenas que nos regala la vida. Y la ochava quedó
sumida en el silencio y la tristeza.
“Papilo”
se recluyó en su hogar, ya octogenario, y poco a poco se fue “apagando”,
rodeado de sus más íntimos afectos. Con la sonrisa siempre en el ojal del alma
de aquellos que transitaron por este mundo desperdigando bondad.
Se
nos fue. A las siete menos cuarto. Estaba muy enfermo. En el instante en que
partió al cielo de los grandes, la ciudad se cubrió de un cielo plomizo y
comenzó a llorar. La persistente llovizna empapó de amargura el alma de todos
quienes lo conocimos. Tenía 85 años.
Sus
restos son velados en la tradicional cochería de avenida Pedro León Gallo hasta
hoy, domingo, a las 9: Sobre su féretro, sus hijos depositaron el sombrero,
poncho y clavel que lo estereotiparon en vida como aquel ser único que
compartió con “nadies” y famosos su alegría de vivir y pasión por trabajar. Lo
cierto es que ya nada volverá a ser lo mismo.
Si es verdad que hay
algo más allá, seguramente Luis Oscar “Papilo” Torrijos, con un clavel en la
oreja, estará mirando desde una nube la esquina de Libertad y Belgrano a la
espera de que un rayo de sol, como por arte de magia, la ilumine un poco. Para
que su ausencia no duela tanto. Porque aún sin verlo, él sabe que vivirá
eternamente en la memoria de esta “Madre
de Ciudades” que tuvo el honor y el placer de contarlo entre sus ciudadanos más
reconocidos del siglo pasado. Y, por qué no, de este.
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