Por Eduardo José Maidana, del anecdotario contado por el arquitecto y artista plástico “Tuti” Delgado
¿Dónde entonces vivía?, no sé. Un tiempo hubo que unos decían por allá lo i´ visto y otros lo cruzaron a distancia largas, como son las que van del arrabal extremo de un barrio a otro. Luego, avecinado en el sur, de la calle tan mal entrazada como un ramal le gritaba a mi padre, para nada creyente, avisándole que volvería a comer del dorado que humeaba grasa en la parrilla. De sus charlas chispeantes de ocurrencias como en un truco, los más jóvenes no participábamos.
Una tarde, asotanado en su eterno guardapolvo que alguna vez fue blanco y limpio, me dijo, así de “prepo”, con su modo chacotón de ser serio, no sé si me entiende, que lo llevara. Mi motito se sacudía asmática entre el polvo desentendida de mi bronca pero ¿cómo negarme?, cuando topamos con el basural y él, a grito pelado, respondía a los cirujas sus saludos igualmente de brazos y gritos. Paramos en el andurrial donde acabó el atajo en un rancho bajo un árbol desmelenado, que era y no era rancho, más bien una cueva que se alzaba a media altura en el túmulo que le brotó a la tierra inocente de su miseria.
Los perros se enfiestaron. Agachándose entró y salió llevando en brazos “una cosa”. Me estremecí. Sentado en un sillón ganado en el basural, en su regazo le lavó mugre y lastimaduras que hedían; prolijamente, mientras le cantaba y le hablaba. ¿Un chico?, quizás un joven, me avergüenza aún hoy la confusión. Tarde y suelo sin lluvias hacían una sola cosa en la luz de ocres pobretones. Una vieja, no sé si de años o de hambres, vaciada de palabras y sentada en un banco derrengado, nada más que miró. Igual que los perros echados sobre su pereza.
Regresando de la cueva: vamos Tuty, me ordenó, fresco y desentendido de tan pueril, igual que un niño que balbucea una mala palabra que ignora. Del atajo al carril y el basural con sus brazos en alto prolongados en gritos obscenos, la calle y el barrio chato: nunca pude rehacer ese trayecto para volver. Algo quedó allí y en esa tarde, para mejor entenderme: ocurre cuando usted está y se va pero con algo adentro. Ignoro qué es esto. Sólo sé que en desquite, me hice con algo del cura-cura que me sale: creer y aclaro que no soy creyente, y sin atinar bien en qué consiste serlo no tengo ninguna duda que cabalmente lo fue, a su modo y por sobre todas sus andaduras y desaseos e historias fraguadas o ciertas.
Eso que no conozco, pero que sí vio el pobrerío sin rostro que nunca dejó de honrarlo, más aún, lo prefirió, como tantos de mejor pasar que seguramente separaron el oro de la escoria. Nombrarlo en los arrabales es convocar al ruedo reverente y gozoso al amigo, y cada uno sabrá hasta dónde fue más que ello en el misterio de su sacerdocio ese gringo pecoso, acriollado, que ocultaba su timidez bajo el desparpajo, al que entreví en un relámpago en esa tarde amarilla cuando el cielo y el horizonte perplejos no se unen, baldíos de esperanza, sin la cruz que redima la inhumanidad.
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