Por Ricardo Lafferriere, ex diputado y senador nacional y ex embajador en España
Uno de los primeros decretos de Raúl Alfonsín apenas reinstalada la democracia fue derogar la prohibición que había impuesto el gobierno militar de recibir señales satelitales desde el exterior sin una autorización previa. Los argentinos festejamos entonces esa medida, que rompía un aislamiento asfixiante.
La democracia abrió el país al mundo, a sus visiones y a sus diferentes opiniones, que a través de los incipientes sistemas de “cables” comenzarían a llegar libremente a los hogares argentinos sin cortapisas, filtros ni permisos.
Tendrían que pasar más de veinticinco años para que otro gobierno volviera a implantar la prohibición de la dictadura, esta vez apoyado en la fuerza de la mayoría de legisladores integrantes de un Congreso de escasa legitimidad. Nuevamente, como durante el gobierno militar, las señales audiovisuales provenientes del exterior deberán contar con una autorización previa del gobierno para poder llegar a los hogares argentinos.
Este es uno, solo uno, de los dislates antidemocráticos de la ley de Medios en discusión, cuyo trámite irregular y prepotente está siendo denunciado por los legisladores que batallan para defender los espacios de libertad que los argentinos supimos ganarnos durante todos estos años, entre los que se destacan los legisladores radicales encabezados por Silvana Giúdice y otros bloques como la Coalición Cívica y el PRO, los que sin renunciar a sus legítimas visiones diferentes, comparten la búsqueda de una Argentina abierta y plural.
No sólo las señales de origen externo deberán contar con la autorización oficial: también las agencias de publicidad, las empresas productoras, y cada una de las entidades oficiales y privadas, educativas e intermedias a las que se les “garantiza” el “derecho” a condición de inscribirse en un registro estatal (Art. 22).
Al estilo de las reglamentaciones totalitarias, el instrumento en debate subordina el derecho constitucional a la libertad de expresión a su inscripción y autorización por el gobierno “en las condiciones que fije la reglamentación” (art. 22) pasando por encima de las claras normas del Capítulo Primero de la Constitución, justamente titulado “Declaraciones, derechos y garantías”, en el que la Carta Magna establece los derechos de las personas que configuran el límite que de ninguna manera puede ser atravesado por el poder. Y es además claramente inconstitucional al exigir la condición de “argentinos” para acceder a una licencia en clara contradicción con el art. 20 de la C.N. (“Los extranjeros gozan en el territorio de la Nación de todos los derechos civiles del ciudadano...”); en cuanto hace depender de autorizaciones políticas decisiones claramente empresariales, como la emisión de acciones, bonos o contraer empréstitos (art. 25); en cuanto impone la registración de los productores de señales y de contenidos (arts. 58 y 59) como condición del ejercicio de su derecho de raíz constitucional, en una clara contradicción con el objetivo de promover la pluralidad, la libertad de opinión y el derecho a la información que se han invocado como fundamentos de la iniciativa.
El texto de la ley que se pretende imponer destila desconfianza en la libertad de las personas, somete a sospecha cualquier opinión que no haya sido previamente autorizada, mantiene en control oficial constante los contenidos de los medios, invade jurisdicciones provinciales –que tampoco pueden ser alcanzadas por normas federales, art. 32 C.N.- y desborda autoritarismo al invadir actividades libres de los ciudadanos sin justificación técnica alguna.
La única justificación de la intervención reglamentaria y ordenatoria por parte del Estado Nacional, que es la limitación física de la cantidad de radiofrecuencias, no justifica la pretensión de subordinar los sistemas de cable, que se encuentran en el campo típico de la actividad particular, y no tienen limitación técnica alguna. Es curioso que una ley que busca la pluralidad, ponga límites a la cantidad de señales en un sistema que no tiene limitaciones técnicas y cada vez tendrá menos.
No existe ni un solo artículo de la Constitución Nacional del que pueda deducirse que los ciudadanos han delegado en el poder la facultad de reglamentar lo que pueden escuchar o mirar por radio o televisión. Ni siquiera pueden establecerse “delitos de imprenta”, cuya definición queda expresamente vedado por el art. 32 de la Constitución Nacional.
No dice la verdad Binner cuando expresa que “esta ley es mejor que la que había” `para justificar el sospechoso apoyo de su partido a la iniciativa oficial. Ni la dictadura se animó a tanto. Este engendro fascio-estalinista, sostenido por una pareja de autócratas y una claque de legisladores peronistas, retroprogresistas y “socialistas” de legitimidad menguada, quedará en la historia como el intento de regresar la comunicación del país a los tiempos oscuros de la dictadura.
Deja en solitario una voz poderosa, la que surja del poder nacional manejando de manera discrecional el sistema de medios públicos –los únicos autorizados a una red de alcance nacional-, sometiendo las pequeñas empresas privadas al disciplinamiento directo de la discrecionalidad, o a la más disimulada de la también discrecional distribución de la publicidad oficial para la que no se establece pauta ni criterio, impidiendo el surgimiento de cualquier contrapeso comunicacional de importancia.
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