Por Sergio Sinay.
En sus miradas conviven de un modo especial, como agua salada y agua dulce, la esperanza y la decepción. La tenacidad y el desaliento. Algunos son docentes, otros médicos. Algunos cooperan en una ONG, o la han creado, otros insisten en desempeñar sus profesiones u oficios con honestidad. Algunos son padres comprometidos con sus funciones, dispuestos a no aflojar. Los hay de muchas procedencias, edades y actividades. Son personas decididas a hacer lo que se debe (no lo que conviene), a sostener sus valores y principios con hechos, a no dejarse vencer por el comentario socarrón o por la oferta seductora de un camino fácil. Están convencidas de hacer el recorrido que eligieron sin salirse de la senda ni ir por los atajos.
Me encuentro a menudo con ellas cuando viajo por el país, cuando ando por la ciudad, cuando doy charlas o trabajo con personas. De tanto en tanto, quizás por error, algún medio tiene tiempo para alguna. Son personas anónimas y no pretenden dejar de serlo, no bailan por un sueño pesadillesco, ni se encierran en una casa para ser espiados por cámaras como si fueran extraños animales de un zoológico miserable con el que millones llenan su vacío.
Las personas de las que hablo son emergentes. Han despertado mientras la mayoría duerme. Ven la luz en el horizonte mientras otros, con los ojos cerrados, chocan con las sombras. Los emergentes anuncian lo posible y demuestran que es posible. Saben lo que no podrán volver a ignorar. A menudo se sienten solos. Se preguntan si acaso estarán locos. Si valdrá la pena continuar. Y, finalmente, continúan. Los emergentes no están solos (son como estrellas en el cielo oscuro, si observasen el cielo desde abajo verían cuántos son). No están locos, son portadores de la razón. Nunca podrán dejar de hacer lo que hacen, y porque lo hacen permiten que aparezcan nuevos emergentes y se les unan. Los emergentes mantienen al mundo girando. Los emergentes me llenan de esperanza.
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