Por Fundación Diálogo (http://www.fundaciondialogo.org.ar/.
La Iglesia enseña que una de las mejores maneras de vivir el tiempo de cuaresma es ayunando.
Pero en este mundo, ayunar es un privilegio. No de las personas que tienen un físico fuerte como para no tomar las grandes comidas. La cuestión es otra. Sólo quien no pasa hambre, puede hacer ayuno. Las demás personas en el mundo que tienen hambre no pueden ayunar. Sólo ayunan los que tienen en sus mesas el pan cotidiano.
Se ven en la India los diferentes rostros del hambre. También en la Argentina, Brasil, Paraguay, México y Costa de Marfil. Porque el hambre tiene un rostro similar en todo el mundo.
Nosotros podemos darnos cuenta muy rápidamente. Porque nosotros no tenemos hambre. Pero son muchos los que en este bendito mundo pasan hambre. Muchos más de lo que podemos imaginar. Y ellos, con su hambre habitual, no pueden ayunar. Porque no pueden elegirlo. Para ellos el hambre es su pan cotidiano; todos los días ayunan sin quererlo.
Como un insulto
Nosotros en cambio podemos ayunar. ¿Cómo es posible? ¿Este ayuno no es un insulto para el hambre de estas personas? Ciertamente, Dios no necesita de nuestros sacrificios. Nuestro ayuno no aumenta la gloria divina. Y más ayuno no nos va a poner más cerca de Dios. Algunos creen que ayunar nos ayuda a disciplinar nuestros cuerpos. A mí eso me suena a desfasado.
La verdadera razón de practicar este tipo de privación no tendría que ser el esfuerzo personal de conquistar nuestra voluntad salvaje, sino el acercarnos a toda esa gente, que en este momento están sintiendo hambre en sus entrañas. El verdadero ayuno que quiere nuestro Dios, el Padre de nuestro hermano mayor Jesús, es que invitemos a nuestra mesa a la gente hambrienta a lo largo de todo el mundo. Así lo decía Dios a través del profeta: “El ayuno que yo quiero es compartir el pan con el hambriento” (Is. 58, 7).
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