Sergio Sinay.
En apenas 35 páginas de un libro pequeño, potente y estimulante, Stéphane Hessel escribe: “miren a su alrededor, encontrarán los hechos que justifiquen su indignación. Encontrarán las situaciones concretas que los llevarán a emprender una acción ciudadana fuerte. ¡Busquen y encontrarán!”. El libro se titula ¡Indignate! y su autor tiene 93 años. Escribe con vigor, con sólidas razones, con una sangre caliente que contrasta con la fría horchata del conformismo que gotea en las venas de tanta gente más joven.
Pero ahí están los indignados, de pie, como si hubieran oído a Hessel. Cada tanto en la historia es necesario y urgente desempolvar la indignación. Sobran los motivos. El hambre, la corrupción, los crímenes en nombre de la libertad, el salvataje de los poderosos, los Obama, los Bush, los Blair, los Strauss Kahan, nuestros propios especímenes de ese mismo tipo, los que escriben cartas abiertas desde la genuflexa cercanía del poder inescrupuloso, las manipulaciones mediáticas, el desprecio por la ley, el olvido de deberes elementales, la codicia, la voracidad consumista. Ante todo eso y más, qué buena noticia los indignados. Cada tanto, en la historia, la indignación truena, y no en vano. Nunca es en vano, aunque los ansiosos puedan creer que sí.
La indignación no es mera protesta, no es simple enojo, no es un pasajero malestar. Es más profunda, más sólida. Truena. Es el anuncio de un límite, de que algo se ha colmado. Surge ante lo injusto, ante lo inmoral, ante lo aberrante. Es una fuerza divina (con ella hablaban los dioses del Olimpo). Y produce cambios, devuelve memoria, restaura equilibrios. La sintió Moisés cuando vio a su pueblo adorando el vellocino de oro. Y tronó. Anuncia siempre el final de algo. Bienvenida indignación. Era hora.
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