Por Sergio Sinay.
En estos días, en la Argentina, asistimos a la puesta en escena (en la política y con secuelas en la sociedad) de una patética caricatura de aquella historia. Un par de seres ambiciosos, sedientos y al mismo tiempo ebrios de poder, que desconocen los límites, los escrúpulos, crean, a partir de materia inerte, un monstruo que resulta ser tan voraz e insaciable como ellos y quiere devorarlos. La sobreviviente del dúo creador clama al cielo e invoca reglas y normas que fueron despreciadas al fabricar el adefesio. Termine como termine, la historia salpicará a muchos y lastimará a millones. Pero no tiene ni la profundidad, ni la grandeza ni la poesía de la obra que, a los 19 años, escribió Mary Shelley. Aquella conmovía, el monstruo y su creador remitían a profundas reflexiones que aún hoy son potentes y válidas. El lector siente, dos siglos después, compasión y piedad por el monstruo y hasta puede comprender las razones de su creador. La versión local contemporánea es tan burda como sus protagonistas, tan carente de espesor y trascendencia. Sólo deja un feo sabor en la boca, revuelve las tripas, indigna por la irresponsabilidad conque ha sido urdida y ninguno de sus personajes se eleva un centímetro por encima de su breve estatura. Frankenstein, la obra de Mary Shelley, es inmortal. La farsa contemporánea será olvidada en pocos años, como tantas otras. Aquella enriqueció el arte, esta empobreció la vida de una sociedad.
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