Por Milcíades Peña, ex diputado de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
De pronto, un día, el celular comenzó a devolver el eco del eco de mi voz.
Otro día, no sin vértigo, me encontré escuchando en mi teléfono la reproducción de conversaciones que había mantenido. Extraños ruidos. Comunicaciones cortadas.
Apagar los celulares y quitarles las baterías, era una rutina indispensable para intentar charlar con cierta confidencialidad. Recibir fotos mías manteniendo charlas con distintas personas sin que yo las hubiera encargado. Autos siguiéndome a mí o a mis asesores. Terminar de escribir un discurso planteando interrogantes a un funcionario a punto de ser interpelado 15 minutos antes de darlo, y descubrir que el cuestionado ya lo tenía en su poder.
Entregar un artículo periodístico para una revista y recibir las estridentes y llorosas advertencias de una, entonces, senadora nacional por la Capital, mucho antes que la publicación viera la luz. Ver el texto de un informe acerca de la injerencia de un ministro de la Nación para permitir habilitar un estadio de fútbol que no estaba en condiciones de ser habilitado, redactado en una computadora de mi despacho cinco minutos después de terminado en un fax recibido en otro despacho de la Legislatura, a 2 pisos de distancia.
La verificación, luego de la denuncia realizada por un legislador del oficialismo nacional, de las masivas escuchas telefónicas en la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. La infame y falsa denuncia realizada contra Enrique Olivera en los días previos a la elección de 2005. La utilización de los mismos actores y circuitos periodísticos para la inmoral y aberrante denuncia contra el abogado José Iglesias, acusando a su hijo fallecido de haber prendido la bengala en Cromañón.
La repugnante compra de dirigentes políticos que llevó a crear el verbo “borocotizar”. El extraño asalto que sufrí en mi domicilio, donde ataron y encerraron a dos de mis hijos, en aquel entonces de 3 y 8 años. El despido de trabajadores cercanos a mí, aunque no militaran conmigo.
Todas estas son algunas de las situaciones que me tocaron vivir mientras llevaba adelante la investigación para dilucidar las responsabilidades políticas que posibilitaron la tragedia de Cromañón.
Recuerdo que en ese tiempo, año 2005, había más de un ministro nacional, de apellido Fernández, pero a uno solían llamarlo Tío Alberto.
La hipocresía y la impunidad, me revuelven las tripas.
Y algunos personajes, me dan náuseas.
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