Por Sergio Sinay.
Los determinismos biológicos hacen del ser humano un concierto de órganos en interacción; los determinismos psicológicos lo reducen a una serie de actos reflejos; los determinismos económicos lo transforman en una unidad de producción y consumo. Es su condición humana la que lo eleva por sobre los determinismos y le da su singularidad. Esa condición incluye la conciencia y la capacidad de elegir. La conciencia le permite decir Yo, verse como parte de un todo, considerar la presencia de un Tú. Y desde la conciencia el ser humano elige, deja de ser la simple respuesta condicionada a que lo reducen los determinismos. Elegir es hacerse cargo de las consecuencias de lo elegido y responder por ellas. Responder con acciones, responderle al otro. Desde el momento en que elige, el ser humano es libre. La libertad no consiste en desligarse de todo obstáculo o condicionamiento (vana ilusión), sino en tomar decisiones, hacer elecciones ante cada situación de la vida. Ningún otro ser cuenta con este atributo. Ningún otro ser está dotado de lo que Víktor Frankl llamaba un “órgano de sentido”: la conciencia. Ante ella, la pregunta por el sentido de la propia vida está siempre abierta y vigente, aunque se trate de acallarla. Somos prisioneros de nuestra libertad, decía Sartre. Vivir es responder. Se responde con actos. Con decisiones. Con elecciones.
La elección más importante del domingo 24 de octubre no fue política. Esa es, dentro de todo, anecdótica y coyuntural, más allá de ilusiones de eternidad y fantasías de omnipotencia. La elección de la que nadie escapa ni aún dentro de un cuarto oscuro, es la de actuar como unidad de producción y consumo, de ejecutar un acto reflejo, de participar como mero acto biológico, o la de responder desde una concepción de valores, una búsqueda de sentido, desde la conciencia de ser parte de un todo que es más que la suma de las partes. Esa elección es moral. En ella, sí, el voto es secreto y la responsabilidad es intransferible.
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