Por Eduardo José Maidana.
La noche del sábado de la residencia presidencial de Olivos no respondió al nivel de las expectativas. Nada en cuanto a la institucionalidad en escena: como siempre. Es verdad que siguió la tesitura de aquel primer paso en el que ella dijo que allá en octubre había resuelto, que meditó en silencio, que decidió y, luego, vino a proclamarse ella misma como candidata. La aparición diaria en primera persona fue eso mismo.
Tuvo razón: el país pendía de esta novedad y de River. Que luego que la Presidente ordenara el partido con público, tuvo el mal gusto de perder. Con lo que el júbilo por Amado Boudou al que debía seguir el júbilo por su triunfo, se aguó. Desapareció el benjamín de escena y la pantalla de “la otra teve” (no “la del modelo”), se colmó de violencia, heridos y destrozos. La calle un pandemonio y un treinta a un cuarenta por ciento del país embroncado (dicen que con Boca se reparten así las simpatías).
En el inicio la tarde tuvo algo de aquellas fiestas lindas de la familia escolar que juntaba a la cooperadora con el vecindario, sus quioscos y quiosqueros y el aire de espontaneidad doméstica. Pero, simpatías y añoranzas aparte, le quedó inmenso el privilegio de la primicia de oír quien será el posible vice de la Nación. El ganador de la rifa de la cooperadora se conocía en la fiesta, y el pueblo que compró un billete, esperaba alborotado que la directora anunciara su nombre. Los aplausos, abrazos y besos de la familia de íntimos en Olivos, lo trajeron a la memoria.
Asociado River al episodio resulta una metáfora argentina. Que de arriba a abajo vive y actúa el convencimiento que las instituciones y las leyes están para cualquier cosa, menos para que los poderosos las respeten a unas y cumplan a las otras. ¿Qué leyes?, todas. ¿Las de la AFA?, por supuesto. River que en sus 110 años acumuló poder de riqueza, de estadio, de socios, de campeonatos, de jugadores, ¡ni locos debimos descender!, perdón, pero soy de los millonarios: una forma de identificarse en un país que se cuestiona su propia identidad. Chicos y grandes lloraban cuando el descenso les quitó su única riqueza: la ilusión de proyectarse en su casaca para mantener un cacho de auto-estima.
Lo de River es un tropo casi brutal por el manejo mediático que hizo una tragedia nacional de un trance futbolero tan fugaz e inconsistente como la gloria deportiva, y sin saberlo construyó del país una metáfora que echamos mano. Todo es enorme, bestial, escandaloso, hiperbólico. En ambos se mezclan: ineptitud dirigente, inmediatismo electoral, aleve designio de perpetuación tramposa en el poder, demagogia oportunista, burla de las leyes, estatutos y reglamentos, desprecio por la gente en su propia y mansa indiferencia, contratos, ventas y compras sospechadas de ilicitud, la seguridad de que la corrupción es mayor de la que se supone. La desmesura salta de titulares en rojo.
River al descenso: se lo ganó. La Argentina por quien ya nadie llora, sigue bajando en los escalones que miden la vida de los pueblos. Vía libre al descenso como fatalidad es la única Política de Estado de, por lo menos, tres décadas adelante. Belgrano podría ser la bofetada al puerto soberbio avisándole que el cono urbano es el más grave y difícil de los problemas-símbolos que vienen de mayo de 1810. River ¿metáfora de que cada día es como si algo se desprendiera para estrellarse en añicos?, ¿por eso tanto ruido?
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