Por Héctor E. Schami, en
El País, de España.
Elaborar
el pasado nunca es trivial. La lectura oficial del mismo constituye una
instancia de construcción estatal. Son narrativas fundacionales: igualan y
homogeneizan; transforman a todos en miembros de una gran familia extendida, la
nación.
Es
decir, son narrativas con las cuales se construye una identidad nacional, aún
frente a las divisiones más profundas. Piénsese en la Guerra Civil española; o
la de Estados Unidos con su posterior segregación, “Jim Crow”; o la paz que
apenas comienza en Colombia. Lograr una síntesis histórica es un esencial
momento institucional.
Lo
cual quiere decir convertir dichos conflictos en debate intelectual sobre el
pasado y no en disputa política de hoy. Ello además para poder vivir en
democracia, un régimen en el que todos tienen los mismos derechos civiles y
políticos. Un régimen que, por definición, incluye a todos, incluso a los
enemigos del ayer.
El “caso argentino”
El presidente Mauricio Macri persiste en un cierto limbo en derechos humanos. |
En
la Argentina también se reabren las heridas del pasado de tanto en tanto,
aquellas de la última dictadura militar y sus sistemáticas violaciones a los
derechos humanos. Es una mala noticia cuando el Estado no es un buen cirujano
para suturarlas, lo cual está sucediendo últimamente. El pasado siempre vuelve,
la cuestión fundamental es cómo responde el poder político, es decir, aquel que
actúa en nombre de ese Estado.
Primero
fue la controversia por el feriado que recuerda el golpe militar del 24 de
marzo de 1976. El gobierno emitió un decreto haciendo dicho feriado móvil,
susceptible de cambiarse para que el fin de semana más próximo sea de tres
días. Ya se sabe que los feriados son para salir de paseo, pero no todos. La
solemnidad de este se banaliza si se reduce a una excusa para escapar a la
playa, sobre todo frente a los familiares de los desaparecidos. El gobierno
recapacitó a tiempo y dio marcha atrás.
Luego
fueron las extemporáneas declaraciones del Director de Aduanas, un exmilitar
sublevado en 1987 contra el gobierno constitucional. El funcionario cuestionó
la narrativa acumulada durante más de tres décadas según la cual
aproximadamente 30 mil personas desaparecieron bajo custodia militar en centros
de detención clandestinos o fueron ejecutados en enfrentamientos fraguados.
Para el Director de Aduanas, 30 mil es una cantidad excesiva.
El
número tiene origen en el propio informe de la Comisión Nacional de
Desaparición de Personas, la Comisión Sábato, que pudo documentar alrededor de
9 mil casos pero consideró que muchos familiares de desaparecidos tuvieron
miedo de realizar la denuncia. Así se instalo un factor de 3 en el cálculo
probabilístico. Ello por si solo importara la cantidad.
Ocurre
que, tal vez sin proponérselo, el funcionario de la Aduana evoca al neo-nazismo
de la postguerra, que siempre cuestiona si los judíos asesinados en el
holocausto fueron 6 millones o fueron menos. Típicamente, consideran ese
elevado número parte de una conspiración sionista. No hay misterio, en crímenes
de lesa humanidad quien se toma el tiempo de disputar la aritmética es
invariablemente un apologista.
Una polémica designación
Llama
la atención que un funcionario hable de un tema ajeno a su función y por ello
preocupa el silencio del gobierno ante el caso. Claro que después nominó a un
candidato a comisionado para la Comisión Interamericana de Derechos Humanos
generando similar inquietud. Se trata de Carlos de Casas, un prestigioso
penalista que no necesariamente exhibe los pergaminos más sólidos en materia de
derechos humanos.
La
oposición kirchnerista criticó a De Casas por haber defendido a un militar
acusado de represión ilegal y torturas. Por el contrario ello debería
elogiarse, pues en un Estado de Derecho el debido proceso existe hasta para los
torturadores. El problema es que nominar a ese abogado para la CIDH es una
bofetada en la cara de todo el sistema interamericano de derechos humanos.
Punto
adicional es que el kirchnerismo carece de autoridad en el tema. Ahora suben la
vara moral, la misma que mantuvieron por el suelo apoyando a Zaffaroni para
magistrado de la Corte Interamericana de Derechos Humanos de San José -quien
como juez de la dictadura jamás firmó un habeas corpus- y en el ascenso de
Milani a jefe del ejército -quien está implicado en la desaparición de un
soldado en 1976-.
Más
allá de la esgrima política local, tal vez el problema más serio de la
candidatura de De Casas sean sus posiciones de doctrina jurídica. En ellas
aparece cuestionado la descriminalización de la figura de desacato -condición
necesaria para el ejercicio de la libertad de prensa- y la imprescriptibilidad
de los crímenes de lesa humanidad, entre otras. También es un hecho su más que
delgada foja de servicio en la representación de víctimas de vulneración de
derecho ante el sistema interamericano.
Todo
esto sugiere que el gobierno de Macri persiste en un cierto limbo en derechos
humanos, incapaz de encontrar esa narrativa que los reivindique como condición
necesaria de la democracia y la construcción de la identidad nacional. Resulta
inexplicable que no recoja el discurso y el legado de Raúl Alfonsín sobre el
tema, el verdadero padre de la democracia argentina.
Peor es que, con sus
ambigüedades, Macri parece encaminarse a sacrificar ese legado. Lo cual resulta
aún más inexplicable, siendo que el partido de Alfonsín es el socio principal
de su coalición de gobierno.
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