Por Antonio Calabrese
Siempre piensa que no
podría sentirse parte de ningún otro lugar que no fuera Buenos Aires.
Tal
vez será por haber nacido aquí, o porque cuando escucha a Gardel parece
llevarlo como una escarapela, o porque la sonrisa de Perón cuando dice
definiéndolo, con inteligente picardía, que no son buenos sino que los otros
son peores, o cuando la gambeta de Maradona, que venía de Fiorito, dribleando
ingleses, lo desquita un poco de tantas cosas, o porque cuando escucha a
Piazzola, hasta puede lagrimear.
Es
que la emoción y la sensibilidad, dibujan firuletes, como los bailarines de una
milonga.
No
es difícil oír, en la locura agitada de una urbe que se renueva todos los días,
la melodía de fondo de un tango que la identifica.
Me
parece que no es un sentimiento individual o personal, es colectivo, está más
allá de uno mismo, se encuentra en los versos de Borges, las descripciones de
Mujica o las novelas de Marechal, en los cuentos de Cortázar o Roberto Arlt.
Se
percibe en todos ellos y en muchos más, en el bandoneón de Rubén Juárez o el de
Troilo, en las voces aguardentosas de Rivero o Goyeneche, en el final reñido de
algún “Nacional” en el hipódromo de Palermo que los deja roncos por gritar
hasta que cruzan el disco.
Yo
creo que es un espíritu que sobrevuela en las calles de cualquier barrio o en
sus parques y plazas, enroscándose en los árboles, renaciendo con fuerza en las
flores cada primavera.
Siente
que son propios los teatros de la calle Corrientes, aunque no tenga dinero para
pagar la entrada y ver sus espectáculos, también las pizzerías de la Boca pese
a conformarme con los fideos que cocina la vieja, que son lo único que hay y
cree que las arboledas de Belgrano forman un túnel que lo recibe triunfal
camino de regreso a casa todas las noches.
Cuando
uno va en el tren rumbo al trabajo o trepa al pescante de un colectivo, se
hunde en las entrañas del subte, cruza las avenidas en el parpadeo de un
semáforo, junto a la muchedumbre, en las máximas horas de actividad, es como la
sangre que corre por las venas para dar vida a un ser inmenso, a un Goliat, que
es la imagen de todos sus habitantes.
En
las colas de las paradas del transporte público, en la de los bancos el día que
pagan los sueldos o jubilaciones, en la puerta de los estadios cuando juega el
clásico el equipo que los apasiona o en la tensa espera de las guardias de los
hospitales, los porteños son todos iguales, ricos o pobres, por eso a los que
gozan de algún privilegio, a los VIP, no los consideran propios. Son como
turistas, ajenos, extraños, de otra parte.
No
hay odio ni rencor, tal vez, desdén o desprecio o en algún caso envidia.
La
vida sigue y pasa su zaranda dejando a alguno en el camino, cualquiera sea su
condición, privilegiado o no, mientras la ciudad renueva y gasta sus energías,
cada día en rutinas desparejas.
Siempre en estado de
superación
Pertenecer
es saberse parte de todo eso que forma una colorida figura como la que el genio
de un artista vuelca en la tela.
Las
privaciones de una ciudad incompleta, siempre en estado de superación que a su
vez, comparativamente, se distingue en el mundo, son como un espiral eterno de
vanas ilusiones, de esperanzas sin concretar, de sueños que se pueden
transformar en paraísos o en pesadillas.
Buenos
Aires es generosa en los escasos triunfos que permite y en las malas horas, es
como llevar un cilicio difícil de aguantar.
Sin
embargo, aunque con el sello común, las individualidades sobresalen,
aprovechando el talento natural o el mérito adquirido, se lucen, hay muchas
estrellas y todos se sienten parte de ellas, ganando o perdiendo, como cuando
Firpo sacó del ring a Dempsey o Ringo volteó a Casius Clay o Gatica provocaba a
su adversario descubriéndose el rostro, bajando la guardia, seguro de su
resistencia, hasta que el campeón de un solo trompazo lo noqueó.
La
Sabiduría de Houssay, de Leloir o de Milstein demuestran hasta donde pueden
llegar.
Así
son, se dan el lujo de elegir un Papa en un mal momento de la Iglesia y tienen
hasta dos premios nobel de la paz a pesar de que es la capital de un país que
vive en la discordia.
Conquistadores
contra originarios; criollos contra españoles; unitarios contra federales;
conservadores contra radicales; peronistas contra todos. Con mucha sangre de
por medio. No tuvo paz en los últimos 400 años.
Sin
embargo allí están, estoicos y orgullosos, dispuestos a vender cara su
identidad, la que se hereda, dado que es una construcción de la historia, pero
que se debe ratificar o agigantar a cada momento, en cada encrucijada, de lo
contrario desaparece.
Esa
marca que nació en los que llegaron con Pedro de Mendoza, el granadino, que
murieron a manos de los querandíes, cuyos sucesores tiempo después son los
mismos que echaron a los ingleses con Liniers a la cabeza, que era francés, que
crearon ejércitos con la leva, con hombres de todas las layas, creencias y
orígenes, para luchar por la independencia y después contra los malones, que
descubrieron sus tradiciones gloriosas con la pluma de Mitre que descendía de
italianos, que conoció el martirio con Dorrego que era judío, que integró un
país con Roca que era tucumano, que supo ganar finales por el hocico, de
atropellada, con Irineo en la montura, que era oriental, con Peucelle que era
de Barracas pero inventó “La Máquina” para ganar partidos por goleada.
Porque
el que elige vivir aquí se integra, es parte de todo, se diferencia, se hace
distinto.
Las
épocas van pasando y de las carretas llegaron al subterráneo, de los burdeles a
los pubs, de los almacenes a los supermercados, de los cuchilleros a los barra
brava, de los arrabales a las villas, pero ahí están con sus defectos y virtudes,
capaces de ganar el primer premio de cualquier cosa y después destruirlo u
olvidarlo totalmente.
Pueden
ser los mejores pero al mismo tiempo los peores, según les venga en ganas.
Como
todo sentimiento es difícil definirlo, solo basta dejarlo estar, ser.
En su mochila llevan un
pasado glorioso, un presente doloroso y un futuro incierto, además del bastón
de Mariscal.
Casi el
60% de los porteños vive estresado por el ritmo acelerado que mantiene, pero
igual conserva sus particularidades que lo distinguen en cualquier parte: ama
el fútbol, nunca tiene tiempo, siempre te da una mano, es arrogante, es
apasionado, sabe todo de todo, es verborrágico, ama los bares y ama discutir.
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