Por Eduardo José Maidana
Es evidente la íntima y secreta conexión que vincula entre sí a los que asumen el oficio o aceptan la práctica de matar, sea como sicarios, personal de agencias estatales que operan o han operado al margen de las leyes, “mano de obra” de los distintos tipos de mafias: drogas, prostitución, juego, robos de menores, en fin, pobladores casi normales de tan familiares, de la espesa jungla que ocupa a diario páginas y noticiosos.
Tienen un común denominador: el desprecio por la vida ajena, y el estado de disponibilidad para seguir matando. Se asegura que una patología extrema los corroe y corrompe: la voracidad por un poder, de cualquier tipo, que les permita someter, humillar, exprimir al otro, y el hambre que no se colma nunca por dinero y por bienes, de cualquier tipo, útiles o no. Es un tipo de locura y perversidad presidido por la soberbia en grado de delirio, afirman los psicólogos. Cada es siente como un dios.
Hay tres figuras emblemáticas: Harpagón, personaje de El Avaro de Moliere, y Shylok, inmortalizado por Shakespeare, ambos en el teatro clásico. Y en el género menor del comic, Disney hizo famoso a Tío Mac Pato que se sentaba sobre montañas de oro en su bóveda privada y cantaba su felicidad alegrado por el roce sensual del metal. Cuando se trata de hombres públicos la pregunta harto repetida donde quiera que se vaya en cada ocasión y tiempo es la misma: ¿para qué quiere (o roba) tanto?
El menjunje de la disposición a matar y la desesperación por poder y dinero, es la única explicación lógica del tráfico de remedios e insumos médicos falsificados, vencidos, robados y los sobreprecios o trampas en las entregas que asolan de un extremo al otro al país total, del que se oyen noticias que confirman su existencia a donde se vaya.
Y que recién estalla en la obra social de un sindicalismo igualmente marcado por la opinión pública, a la que instruyen los hechos de conocimiento y abundante difusión periodística como centro cuantioso de la corrupción. Sobre las fortunas acumuladas por lo más encumbrado de la dirigencia sindical se ha escrito y hablado demasiado, tanto que es uno de los rasgos que la descalifica. El otro, leído y oído, es considerar que bien podría ser el argentino el sindicalismo más sangriento del continente.
Que se estime en más de mil millones de pesos lo que se trafica entre robados, vencidos y falsificados, aproxima a la magnitud de: 1) la tortura de dolores sin cuentos a los que se somete a miles de pacientes; y 2) los crímenes que en esos pacientes se perpetran. Una encuesta ligera, sin muchos recaudos técnicos, donde corresponde, sorprendería al más ingenuo. Datos que bien se podrían cruzar con la Afip, laboratorios proveedores, droguerías centrales, bancos y llamadas telefónicas.
La investigación de un juez y la documentación acumulada por la policía y rivales internos en el gremio bancario, nada más que muy poco, nos asomó al abismo fétido, horroroso de lo que bien podría denominarse Torturas y Muertes S.A. en el país real que supera la ficción de normalidad instalada por la mentira. Para la comisión de estos hechos se necesitan las condiciones que mencionamos, ¿y para permitirlos desde la función pública?
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