Por Pedro Arbona
"Porque la peor tiranía es la de la palabra"
A don Raúl Alfonsín, que nos devolvió intactas las definiciones de la infancia
"In Memoriam".
En tiempos de mi niñez, las cosas tenían otro significado. Aquellas primeras definiciones, estoy seguro, son definitivas e inapelables. Aunque viva en un país maniático de las deformaciones lingüísticas y abarrotado de eufemismos. Soy, como muchos, hijo de una generación masacrada. En la década de los ‘70, la Argentina fue el reino del revés, espacio doliente de la memoria en el que se utilizaban los mismos términos de la pequeñez, pero en distintas circunstancias. Podría decir que por entonces el idioma de la inocencia conjugaba los mismos términos que los de la adultez, pero como antónimos inexcusables.
Compañeros eran los del grado, a quienes también nos comprendía la definición de uniformados. Los delantales blancos eran todos de la misma marca y confección. Nos igualaban sorteando bajo su tutela las diferencias abismales que existían entre quienes usábamos camisas de manufactura casera y aquellos que podían conseguir las afamadas Levis Strauss & CO, exclusivísimas, carísimas y de alta moda.
No había diferencias de clase, salvo después del segundo recreo cuando la señorita de matemáticas insistía en que aprendiéramos las malditas divisiones sin resta; los problemas se limitaban a calcular cuántos litros de agua entran en tres tinajas de doscientos litros y los próceres eran de bronce. En aquellos tiempos era posible treparse a ellos en cualquier plaza y jinetear sus caballos ante la mirada cómplice de nuestros padres, aunque bajáramos de la esporádica aventura con los pantalones llenos de mierda de paloma.
Los milicos espantaban malones de indios malos, en blanco y negro, cada vez que el cabo Sabino emergía de las páginas de la hoy desaparecida revista D’ Artagnan; casi siempre por la tarde y entre el melcoche de la mermelada de durazno de nuestra merienda. Eran bravos pero buenos. Valientes. Siempre cuidaban el fortín de los desmanes de los forajidos con taparrabos. ¿Alguien guardó algún ejemplar de aquel compendio de sanas ilusiones? ¿Murió Sabino o está jubilado y en el destierro?
Los “grupos de tareas” eran algo serio y comprometían nuestro futuro inmediato. Había que saber elegir entre los compañeros para salir airosos en los trabajos prácticos de la escuela. No más de cuatro o cinco. Cobijar al grupo en la casa familiar era una ventaja: uno podía hacerse el zonzo por el mero hecho de ser anfitrión. Perdí la cuenta de cuantos exámenes aprobé con el esfuerzo de aquellos que caían rendidos al tentador aroma de las tostadas con manteca y “Kero” que preparaba mi madre. Yo servía la merienda y merendaba. Ellos olían y estudiaban. Comían y estudiaban. Y rendían. Y aprobábamos. Pocos eran por entonces los logros individuales. Una vez, cada bimestre, rendíamos pruebas de evaluación en soledad. El resto del año, una vez por semana, nuestras maestras nos incentivaban a conformar “grupos de tareas” para ser más compañeros, más iguales; más allá del uniforme. Aquel guardapolvo, la Aurora, el Himno Nacional, la escarapela, la Bandera, la marcha de San Lorenzo, y el escudo eran los íconos de nuestra semejanza y el sentido primigenio de nuestras obligaciones. Y nada más.
La Junta, era la primera. Aquella que había sobrevivido en las amarillentas fotos del Kapeluz Ilustrado de quinto como un primer indicio de la patria, antes del 25 de Mayo de 1810.
Los comunicados eran breves epístolas en un cuadernito marca “Gloria” (de tapa blanda color naranja) en el que se le informaba a nuestro tutor de nuestras indisciplinas. Eran, además, la premonición de una inminente paliza rectificadora. Lo peor era el encierro y consistía en no salir a jugar aún a pesar de haber cumplido con mis obligaciones. Debía subsistir confinado en un cicatero mundo -por un tiempo determinado siempre por la autoridad paterna- delimitado por el dormitorio, el comedor, el baño, la puerta de casa y la escuela. Cuanto más severa era la inconducta, más grave la sentencia. Así aprendí que las únicas leyes inexorables, verticales, inapelables y justas son las de la familia.
Las armas que conocíamos eran el rifle justiciero del “Llanero Solitario”, el hacha de “Nippur” (que vivía en un lugar llamado Lagash) y la espada de “El Zorro”, cuando los delicados bigotes de Diego De La Vega aún arrancaban suspiros entre las matronas de la cuadra. Las bombas eran propiedad exclusiva de la “Hormiga Atómica” y Superman era el único capaz de emprender -malherido por los villanos- un “vuelo de la muerte” en procura de Kriptonita. Andaba por allí también un tal “Don Quijote de La Mancha” enfrentando molinos de viento con una lanza, pero no le dábamos mayor importancia.
La muerte era inasible. Era un gorrión desplumado en el piso con las patitas encogidas o un perro muerto al borde de alguna alcantarilla. Un asunto ajeno, que aún maloliente, debían resolver los demás. La muerte era un tufillo, una imagen pasajera: al día siguiente ya no estaba ni el perro ni el gorrión. La muerte viajaba en un camión recolector de basura.
Había soldados. De pie empuñando un fusil o de rodillas apuntando a alguien indeterminado. Los había azules, verdes y marrones. Y eran todos de plástico. Recuerdo que los coleccionaba con pasión y formaba mi ejército con tanquecitos, catapultas y trincheras de plastilina. La meta era no sólo juntar muchos. No. Tenían que tener el mismo matiz y había que darles la autoridad que cada cual merecía. Por capricho o imaginería, cualquiera podía ser capitán. Total, el general era yo. Las batallas se organizaban en las veredas, a dos metros de distancia entre bando y bando. Las bolitas oficiaban de municiones (sólo las japonesas porque las lecheras, blancas y generosas, estaban para otros desafíos) y en cada asalto me hacía cargo de las pérdidas y festejaba las victorias. Mis prisioneros y los ajenos sólo eran recuperables mediante el trueque o el desquite. Para ello había que ahorrar los centavos malgastados muchas veces en chicles “Bazooka” o caramelos “Media Hora”, que tenían gusto a anís. El sacrificio valía la pena: la derrota sabía amarga.
Había zurdos. Seguro que los había. Eran aquellos diferentes de nosotros. Escribían con la mano izquierda y agarraban el tenedor con la derecha. Un buen tiempo estuve seguro de que no eran normales. No podían obrar como yo. ¿No es cierto que se utiliza la mano derecha para empuñar el lápiz y la izquierda para asir el tenedor? Me costó comprenderlos hasta que me di cuenta que yo no podía escribir ni comer como ellos. Y entonces, aunque distintos, fuimos iguales.
No había mayor satisfacción que jugar a la “pisadita” para elegir el equipo de fútbol y ganar la mejor escuadra, aún a pesar de los caprichos del dueño de la pelota. En una canchita de tierra, sin mayores demarcaciones que los alambrados o medianeras de los vecinos, y con arcos hechos de pilitas de ladrillos jugamos muchos mundiales. Más emocionantes que el del ´78.
Y aunque no había tribunas, nosotros éramos nuestra más apasionada hinchada. Tampoco existía la figura del referí. Moderábamos el partido en base a reglas de honor preestablecidas que pocos se animaban a quebrantar. Las infracciones se resolvían ante el reclamo del contrincante y una falta intencional bien podía ser el punto final a una amistad de años. Ni qué hablar de un gol en contra o de un penal errado. Los descamisados eran los que estaban desde la imaginaria mitad de la cancha para allá. De este lado, de la supuesta mitad para aquí, jugábamos con la camiseta blanca de la clase de gimnasia, antes de pasar por el lavarropas. Tenerla limpia significaba resignarse a jugar “en cueros”. Los de la mitad para allá eran más inteligentes: No arriesgaban la parada. Jugar en camiseta era avizorar el castigo materno por haberla embarrado antes de usarla en la escuela.
En el ‘70 los pocos artefactos domésticos para el lavado de prendas no eran automáticos, no había jabones en polvo con propiedades milagrosas anti manchas ni, mucho menos, seca ropas. Las ropas se exponían para su secado a los caprichos climáticos colgadas en la soga y sostenidas por broches de madera. Lo de los broches era todo un tema. Funcionaban con unos alambres de metal que con el tiempo se oxidaban y generaban una tragedia familiar: aún recuerdo las maldiciones de mi madre cuando algunos de ellos manchaban ropa blanca con restos de herrumbre.
Los desaparecidos generalmente abandonaban el juego de la “escondida” antes de su finalización. Eran algo así como desertores que, en silencio y para no ser descubiertos nuevamente, aprovechaban el conteo hasta “100” del ocasional esclavo de la piedra para volver a sus casas sin previo aviso. Nos cansábamos de buscarlos y casi siempre terminábamos el retozo preocupados. Hay sitios en los que esconderse es arriesgado. Buscábamos la oscuridad, los umbrales de vecinos iracundos y las malezas de jardines descuidados. A pesar de los perros, los pozos traicioneros y los baldíos atestados de escombros, no se bien por qué, elegíamos escondernos en soledad sin delatar jamás el lugar geográfico de nuestra ocultes. Y en aquella cábala secreta residía el peligro: ¿Cómo encontrar a quien desapareció sin siquiera intuir adonde fue? A Dios gracias las ausencias duraban poco. A la mañana siguiente condenábamos al reaparecido a ser el primer esclavo del próximo conteo.
La picana era un manjar. Cada domingo acompañaba temprano a mi padre a la carnicería. De él aprendí que la picana es más blanda que el vacío. Una exquisitez desconocida por la mayoría de los asadores. Conocer por entonces los misterios de aquel corte de carne vacuno era un privilegio. Casi un honor.
Recuerdo nítidamente los fusilamientos. Aquellos en los que me regocijé con el dolor del perdidoso y los otros, en los que sentí el rigor de la pelota de media rellena con arena y mojada en los charcos de la calle. En eso consistía el “Alto ahí”. En arrojar la pelota al aire con fuerza mientras otros escapan del radio de tiro del lanzador.
Una vez recuperada, éste gritaba “Alto ahí” y los prófugos debían inmovilizarse en el lugar donde los había sorprendido la orden. Con cálculo misilístico, el lanzador arrojaba la pelota contra la humanidad del más cercano y, en caso de acertarle, tenía derecho al fusilamiento. Este acto consistía en poner de espaldas contra una tapia al jugador “cazado” para luego arrojarle violentamente, y durante tres veces consecutivas, la pelota contra el cuerpo a unos pocos metros de distancia.
El padecimiento era cruel, pero equitativo. Había revancha. Pasar por el paredón otorgaba el privilegio de ser el próximo lanzador. De víctima a verdugo. Y así sucesivamente. Era la síntesis de la violencia que casi siempre terminaba a las trompadas rompiendo el equilibrio: ganaban los más avezados en pugilato. Por las buenas o por las malas.
Nos hablaban de la Patria y no entendíamos muy bien cómo definirla. Al fin y al cabo, la patria era eso. Ser argentino era eso. Eran los compañeros, los grupos de tareas, los milicos, la junta, los comunicados, los zurdos, los descamisados, los desaparecidos, los “vuelos de la muerte”, el “Alto ahí”, el paredón, la picana y los fusilamientos.
Más de treinta años después del golpe militar de 1976 duele redescubrir que aquella generación utilizó nuestros mismos conceptos para definir otras actividades que involucraron el marco conceptual de una guerra fratricida. Hoy sé que nos robaron la infancia y el futuro en el extravío sustancial de nuestras ideas. Hoy sé que nada de aquello en lo que estaba convencido fue como creía. O, en todo caso, misteriosamente fue también otras cosas. No concibo el hecho de poder vivir en paz con la plena conciencia de que treinta mil desaparecidos no van a volver a casa. Y esa ausencia enorme, sin mayores explicaciones, es el abismo estructural que nos destaja como Nación.
No podrá haber una Argentina en armonía hasta que la certeza conquiste a la cobardía de no reconocer que alguna vez en este país existió un Estado homicida. Aquel que, con el pretexto de la “Reorganización Nacional”, degeneró nuestros más puros infantilismos para sustanciar un macabro plan de extermino generacional allá en 1976; cuando nuestros juegos, fueron sus fuegos.
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