sábado, 15 de octubre de 2011

Lecciones que nos legó Steve Jobs

Editorial del diario La Nación, de Buenos Aires.
La revolución encarnada por el creador de Apple no es fruto de la magia, sino de una cultura que promueve al emprendedor
La muerte de Steve Jobs condujo a todo el mundo a girar la cabeza hacia el maravilloso universo que él había creado. Mucho se ha dicho de su extraordinario poder creativo, pero poco se ha señalado sobre las condiciones que le proporcionó la cultura pública estadounidense y, sobre todo, californiana, para el desarrollo de su obra.
En Silicon Valley, el enclave en el que se desarrolló este genio, existe un ambiente que mueve a muchas otras personas con talento a inventar un futuro y cambiar la forma en que suelen hacerse las cosas.
Es una región que estimula a compartir ideas, que favorece la comunicación y el intercambio de experiencias. Un lugar donde todo el mundo cuenta aquello en lo que está trabajando. Esa práctica supone que la clave de los emprendimientos está en su implementación, y que el resto, al escuchar una idea, puede aportar algo -un contacto, un punto de vista- para mejorarla. No hay progreso sin diálogo.
En segundo lugar, hay un aprecio por el riesgo, sobre todo a la hora de invertir capitales. No se busca el éxito de los negocios en la posibilidad de conquistar un subsidio o de contar con una regulación protectora que evite la competencia.
Los profesionales de la industria tecnológica son expertos consumados en el estudio del negocio al cual destinan su dinero. Muchos de ellos fueron antes emprendedores. No sólo aportan fondos. También vinculaciones y experiencia. No tratan de ahogar y someter a aquel al que están financiando, sino que se trata de mantener su entusiasmo, sus ganas de hacer crecer el proyecto en el que está involucrado. Por otra parte, la creación de empresas es bienvenida y facilitada. No existe una burocracia estatal que ahoga y desalienta a quien quiere iniciar un negocio.

Calidad universitaria

Una tercera condición sin la cual ni Jobs ni cualquier otro podría prosperar en ese sector es un sistema universitario de altísima calidad, que vincula el mundo de la ciencia con el mercado.
Las escuelas de ingeniería y de negocios trabajan con el objetivo de facilitar la realización de los proyectos que se preparan en sus laboratorios. Las empresas financian programas porque confían en que van a surgir ideas que luego se podrán comercializar. Los científicos y los empresarios son entrenados para examinar sus prototipos y validar en el mercado la factibilidad de las iniciativas. Estas universidades cuentan con incubadoras de negocios que sirven de punto de encuentro entre estudiantes, empresas e inversionistas.
En cuarto lugar, en Silicon Valley se desalienta la estigmatización del fracaso. Los inversores aprecian más a quien inició un negocio que después anduvo mal, que a aquel otro que nunca ha hecho nada. Las heridas de guerra son prestigiosas. Está en la forma de pensar californiana que el que está haciendo algo nuevo tiene la posibilidad de no acertar. El error reflexionado, revisado, analizado, es un capital.
No debería tomarse como una casualidad que en esa zona del planeta estén las empresas que más crecieron y más empleo generaron en Estados Unidos en los últimos años: Apple en Cupertino, YouTube en San Bruno, Facebook en Palo Alto, Google en Mountain View, y Oracle en Redwood City, por mencionar sólo algunas.
Sin embargo, este éxito no es una burbuja dentro de la historia, sino que obedece a una tradición. Empezó con la fiebre del oro a mediados del siglo XIX. Gente de Europa, de China y de todo Estados Unidos se subió a un tren para ir a buscar ese metal a un lugar que desconocía completamente. El embarcarse en proyectos cuyo resultado es desconocido es parte del ADN de los californianos.
En la estadounidense California, que fue española y mexicana, donde estuvieron los rusos y los chinos, se percibe un aprecio especial por quienes son distintos. La capacidad de aportar nuevas ideas es más respetada que el apellido, el título o el país de origen de las personas.
Es cierto que, en su origen, ese universo productivo tuvo un impulso estatal. La amenaza japonesa a los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial le otorgó a la costa del Pacífico una relevancia que antes no tenía. La industria de la defensa produjo un salto inocultable. El e-mail o el GPS son ejemplos de esa cuna militar que se proyectó más tarde a la esfera privada.
Pero ese origen fue un impulso, no una trampa. La historia de la tecnología californiana es la historia de la iniciativa privada, en un marco de reglas claras. A la inauguración de Apple no fue ningún presidente de los Estados Unidos, ni en sus oficinas hay fotos de Barack Obama.
Los científicos de esas empresas no están condenados a la rigidez de un estatuto o un escalafón. No se sabe de piquetes para regularizar a contratados. Ni de escasez de recursos para equipamiento, repuestos o energía.
El ambiente que prevalece en Silicon Valley terminó estimulando un círculo virtuoso donde gente con ganas de emprender se une a gente que se arriesga a financiar, educar y apoyar.
No es por arte de magia, entonces, que un creador como Steve Jobs haya surgido en ese entorno y haya revolucionado desde allí la civilización contemporánea.

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