domingo, 13 de enero de 2013

Santiago y sus jóvenes: si no estás “en el ruido”, no existes

Descontrol ciudadano en las madrugadas de los domingos, cuando “los chicos” y “las chicas” se entregan a “la posterior” a beber alcohol en las estaciones de servicios.
Una de las características que envuelve a la sociedad actual es el haber caído inmersa en el aturdimiento; más vale, en el ruido, como una cuestión natural en el marco de la convivencia.
El ruido está en todas partes. En la calle con los vehículos portando altavoces, en la televisión con programas donde el grito y los diálogos entremezclados de los protagonistas es moneda corriente y no se entiende lo que dicen. En el barrio, donde el vecino pone la radio a todo volumen para hacer compartir su alegría estimulada por el consumo de varias cervezas.
Quien no admite ser introducido compulsivamente en este código ya generalizado pertenece a otro planeta. No puede subsistir. O estás o no estás. Y el ruido está en todas partes. Hasta aparece inesperadamente.  Y quienes lo promueven parecen ejercitar una suerte de fuerte personalidad y distinción ante los demás.
Es innegable que el derecho a la libertad es un atributo inalienable de todos. Pero hoy estos códigos tácitamente expresan que esa propiedad parece no tener límites a contrapelo de quienes defienden los suyos y no son respetados cuando llega el momento del reclamo.

Salida de boliches

Las madrugadas domingueras tienen en Santiago, como en todas partes del país, un ejemplo concreto y claro del ejercicio de esa libertad sin límites.
Los jóvenes son quienes la sostienen a plenitud, cuando después de haber visto aclarar el día en un sitio expreso para la diversión, la continúan en otros no habilitados como tal (hacer la posterior), sin importarles a quienes no participan de estos modos sociales de “convivencia”.
Las estaciones de servicio son los puntos elegidos para la prosecución de una noche de expansión. Allí es donde encuentran subrepticiamente el lugar propicio para “seguir” la farra, consumiendo bebidas alcohólicas -una clara violación de los códigos- (“te vendo pero no lo consumas aquí”, tendría que ser) y utilizar los equipos de música colocados en sus automóviles para hacerlos sonar a full, sin importar la tranquilidad y el descanso de los atribulados e indefensos vecinos; mientras ellos, bien estimulados,  se toman fotos con sus celulares y hasta ensayan pasos de baile.
Y en ese ámbito elegido como un puerto libre, pareciera que todos están inmersos en el “ruido” sin ser directos protagonistas, porque empleados y hasta policías de seguridad contratados asumen la actitud de los farristas indiferentemente, como un hecho propio y natural de esta actual forma de vivir (ellos lo hacen hoy, mañana me toca a mí).
Toman el episodio como si ello los involucra indirectamente y lo aceptan; es decir, aparecen comprometidos en esa indolente actitud, cual si fuera un “derecho propio” y consentido transferencialmente.
Entonces nadie, de los que tienen que asumir a esa hora la responsabilidad de velar por lo que corresponde, es capaz de poner freno a tales excesos.
En este plano de cultura social estamos inmersos. Los que viven dentro del “ruido” y los que no y pugnan por ser respetados porque así lo marcan sus derechos.
Lo lamentable es que no hay un ejercicio debido de autoridad competente para hacer convalidar lo que está escrito en ordenanzas y edictos; léase Calidad de Vida y jueces de Faltas de la municipalidad de la Capital, y división Protección y Prevención Contra el Alcoholismo de la policía provincial.
Más bien esos parecen ser hoy meros papeles, que a la hora de la diversión y la farra, tan solo sirven literalmente para ser usados higiénicamente.

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