lunes, 7 de febrero de 2011

Hay que dejar en paz al campo

Por Marta Velarde, en contratapa de Clarín Rural.

La suba de los precios internacionales, la elevación del rango de la Secretaría de Agricultura y Ganadería a Ministerio, y la designación del nuevo ministro, coadyuvaron para mejorar algo la relación entre el gobierno nacional y los productores. Por lo menos, disminuyeron las agresiones y se restablecieron canales de diálogo.
Sin embargo la influencia de Guillermo Moreno, un hombre no bien afamado por sus modales, prevalece sobre la racionalidad económica.
El secretario de Comercio dificulta y hasta prohíbe las exportaciones de trigo. El resultado es que los precios internos se desmoronan hasta cincuenta dólares por tonelada, además del 23 % que se descuenta por retenciones.
El pretexto es el precio del pan, que Moreno lo ha fijado en dos con cincuenta el kilo. El precio real es de cinco a diez pesos el kilogramo.
Al igual que lo sucedido con la carne, la política de este señor disminuye la producción, y por eso los precios aumentan hasta convertirse en prohibitivos.
Mientras tanto las seis grandes exportadoras de cereales y la industria molinera, se quedan con la diferencia a costa de los agricultores.
Esta es la realidad del modelo, beneficiar a las grandes corporaciones en perjuicio de la producción y sobre todo del interior del país.
Los errores del gobierno provocan que tengamos hambre en nuestro propio territorio por primera vez en la historia.
Cuando estábamos alcanzando los cien millones de toneladas de producción agrícola, manteniendo los planteles ganaderos, a pesar de la superficie menor destinada a la industria más antigua del país, en vez de promover políticas para lograr en pocos años 150 millones de toneladas, expandir los rodeos vacunos, generar valor agregado industrializando granos, oleaginosas, carnes, alentar las economías regionales, ampliar las superficies irrigadas, el Gobierno prefirió castigar con saña a la producción.
Primero fue la resolución 125 que incrementó las retenciones. Luego, el cierre de las exportaciones de carne en un país agropecuario, que equivale a pensar que Japón podría cerrar las exportaciones de autos. Después, la prohibición de venta de aceite de soja a China, lo que amerita cuestionar la seriedad del país para sus transacciones internacionales. Ahora, la reducción del cupo de salida de trigo al extranjero.
Nunca entendió el gobierno y su ineficiente burocracia, que la expansión de estos años, fue el fruto del trabajo y la incorporación masiva de ciencia y tecnología por parte de los productores, desde hace doce o trece años, mientras las actividades que siempre vivieron de la prebenda y el subsidio, cerraban sus negocios para dedicarse a la importación, o vendían sus establecimientos.
No es con nuevas agresiones al sector más dinámico de nuestra economía cómo habrá de alcanzarse el progreso. Aquellas sólo profundizan el conflicto, abren nuevas heridas, y no permiten cerrar las existentes.
La Argentina ha vuelto a tener, desde hace seis años, una oportunidad en los mercados para colocar su producción agroindustrial a precios razonables. El desarrollo de los grandes países asiáticos, como China y la India, ha llevado a centenares de millones de personas a comer todos los días.
Nuestro país tiene todas las condiciones para ser un gran proveedor de alimentos, lo que permitirá lograr una etapa prolongada de crecimiento, además de la satisfacción por el deber cumplido.

Locomotora de desarrollo

Para eso hay que dejar en paz al campo. Permitirle producir con rentabilidad. Nadie trabaja para perder dinero. En un país dónde se promueve la expansión y el monopolio del juego, que tributa menos del 15% de sus ingresos al tesoro nacional, los cereales y oleaginosas soportan retenciones que oscilan entre el 20 y el 35 % de sus ventas. Encima después de producir, se limita la comercialización con medidas que entorpecen el desenvolvimiento del sector. Crean inseguridad, quién va a sembrar con el antecedente que después el Estado limita la venta.
Hay que entender a la Argentina profunda, la que se prolonga más allá de la General Paz, y se refleja en cientos de pueblos escondidos del interior.
Paz y progreso era el lema de la generación del 80, que permitió construir, sobre la base de la institucionalidad, un país grande.
El campo es la locomotora de un proceso de desarrollo sustentable que requiere gobiernos normales que respeten las instituciones, den seguridad jurídica y personal, y promuevan políticas que aseguren la competitividad y la modernización de la economía, recupere el sector energético y un sistema de transporte eficiente y barato, que termine con el castigo para los productores que significa trabajar a más de seiscientos kilómetros de los grandes mercados internos y de los puertos.

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