Por Joaquín Morales Solá, La Nación de Buenos Aires.
La devaluación democrática ha tenido en los últimos días otros síntomas alarmantes. El diálogo fue abolido por los representantes del Gobierno. Quienes iban a ser condenados a la guillotina, los diarios, no pudieron ejercer su derecho a la defensa. La propia oposición se vio seriamente condicionada en su posibilidad de expresarse. Otros temas, como el presupuesto (la principal ley para el funcionamiento del Estado), los límites a la propiedad extranjera de la tierra o la brutal modificación de la ley que reglamenta el trabajo de los peones rurales, fueron despachados mediante un arrogante trámite exprés.
Una de las principales obligaciones que impone la democracia es el respeto a las minorías. Pero ese dogma es de imposible comprensión por un gobierno que se ha refugiado entre los duros. El ministro de Economía real, en los hechos, es Guillermo Moreno. Un hombre, Juan Manuel Abal Medina, dispuesto a seguir la moderación o la intolerancia con igual convicción, se ha hecho cargo de la Jefatura de Gabinete. Carlos Kunkel, Carlos "Cuto" Moreno, Diana Conti o Marcelo Fuentes son las personas que manejan en realidad el Congreso.
Mucho rencor
Un dejo de resentimiento, un reflejo siempre vengativo y mucho rencor acumulado guían los pasos de esos legisladores. Cristina Kirchner ha depositado gran parte del poder fáctico del Estado en manos del ala más fanática del kirchnerismo. La Presidenta se encontrará algún día con un conflicto: la historia registra que el fanatismo y los ultras han sido siempre minoritarios en las sociedades democráticas. Han sido, más bien, la causa infalible del fracaso de la política y de las naciones.
Un amplio y riguroso reglamento dictado por dos poderes del Estado para una sola empresa, cuyo producto, el papel para diarios, no falta en el mercado. ¿Qué es eso si no una persecución? El Estado (o el gobierno, más precisamente) metido en la producción y comercialización de la producción nacional de papel y con amplias facultades para decidir sobre su importación, actualmente sin restricciones y sin aranceles. ¿Qué es esa obsesión sino el presagio de un control sobre lo que se escribirá más que sobre el mercado del papel?
Una increíble condena a un plan de inversión para pagar, según dice el proyecto, falsas acusaciones de delitos de lesa humanidad, que ningún juez probó nunca. ¿Qué es ese barroquismo sino el uso de la noble causa de los derechos humanos para saldar pobres pleitos actuales? Un Congreso que ignora que un artículo explícito y diáfano de la Constitución, el 32, le prohíbe dictar medidas contra la libertad de prensa. ¿Qué es eso sino la victoria de una decisión autoritaria sobre la letra y el espíritu de las instituciones?
Una nube de versiones falsas está tapando el centro de la cuestión. Diarios del interior apoyaban el proyecto oficial, decían los oficialistas. La asociación que agrupa a esos diarios, Adira, se pronunció rotundamente en contra del manotazo a un bien imprescindible de la prensa libre. No podía ser de otro modo. Sólo los diarios militantemente oficialistas apoyan el proyecto oficialista.
La Presidenta dijo el viernes que "el Estado generó la primera fábrica de papel para diarios". El Estado promovió, pero no generó nada. Los diarios que tienen actualmente la propiedad mayoritaria de la empresa debieron invertir 200 millones de dólares de la época (casi 700 millones de dólares actuales) para poner en funcionamiento la fábrica de Papel Prensa.
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