domingo, 12 de julio de 2009

La fiebre del oro



Por Eduardo José Maidana

Promediando el siglo XIX se desató lo que se llamó “la fiebre del oro”. Caravanas de aventureros, de desesperados por la pobreza o de presas del demonio de la ambición, se encolumnaron hacia los ríos para zarandear sus arenas y hallar el oro que los haga ricos de la noche a la mañana. La afiebrada pulsión fue patológica e irrefrenable revulsivo que puso violencia y muerte, alcohol y prostitución, juego y delirios al desnudo en el escenario rocoso y solitario del norte americano

Desde ese epicentro y hasta donde prolongó su influencia tentacular, la sociedad en el hervor de la voracidad derribó límites y rebasó las formas. Ni las apariencias quedaron en pie. Aplaudió y alzó brindis sólo para el afortunado de cada día. Ni el salteador ni el ladrón ni el estafador ni el falsificador ni el asesino, se excluyeron de esa parafernalia que endiosó al enriquecido así, de un chasquido de dedos, no importando a nadie cómo lo logró: sólo importaba que lo haya conseguido. El tributó unánime fue la envidia.

La política, ¿no ha devenido en una “fiebre del oro”? ¿No la hay acaso en las crueles peleas y, de modo explícito, en los que acceden al mundo del poder?, y, por ende, ¿no hay complicidad en la mayoría que ve, intuye y a veces sabe con precisión de conductas y saqueos, sociedad cuya mentalidad legitima hasta con admiración? Y así debe ser: esa sociedad produce nuestra dirigencia y ésta realimenta con su ejemplo a nuestra sociedad.

El mismo caldo de la voracidad a borbotones, el silencioso brindis de la envidia que honra al que logró las pepitas de oro, la admirada visita a mansiones y la gratitud por las invitaciones a las fiestas “de película”, y en verdad, de la pantalla bajaron a la ordinaria y prosaica vida de cada día, los personajes de Dinastía, las alfombras rojas, los jeet a mano del capricho, las joyas para que rivalicen esposas con amantes, los autos a la vez que suntuosos, variados, los edificios de altura que desde Babel que simbolizan la soberbia del poder más que mostrado exhibido en la gran vidriera para regocijo de la noche santiagueña, que se alarga en la avenida Roca, un remedo de Palermo Hollyvood.

Los remiseros ilustran al pasajero sobre la propiedad de ésta torre de diez pisos, de aquél de doce y del de más allá de ocho, guías turísticos oficiosos y gratuitos del rostro de una sociedad que evoca -como sus similares-, a aquella de “la fiebre del oro”.

El Estado que celaba la ley con religiosa unción y dura voluntad puritana de cruzado, puso orden en los pueblos nacidos o devastados por la fiebre aurífera. Por estas tierras en el sur final de la América del Sur, desfallece el Estado amenazando desintegrarse en islotes de instituciones formales: el Tribunal de Cuentas y el Concejo Deliberante de la capital. Y la Cámara de Diputados que no edita un Diario de Sesiones con lo que crea un enredo: sin documentos ¿vale lo discutido y votado? Se explica el desorden. Al fin, la ley es un chiste de mala calidad y la justicia un provisoriato al que se sabe y descuenta arbitraria, porque se descree que exista a manos del autoritarismo.

Unas quinientas personas de los tres poderes y de la “hit” sociedad caminaron el parque y la mansión y engulleron exquisiteces en El Zanjón, y ¿a nadie se le ocurrió dudar si, con ocho mil pesos mensuales podía saltarse de la pequeña casita periférica a esta suntuosidad?. De Punta del Este venían los comentarios sobre nuestros personajes que en raudos vuelos bajaban con sus familias a hoteles de cinco estrellas frente a sus playas, en el júbilo de los dispendios sin cortapisas, intercambiando visitas y paseos, y nadie preguntó ¿cómo explicar semejante tren de vida?

Las aldeas levantadas por le fiebre del oro fueron abandonadas. Como las sedes de fugaces grupos políticos y de erráticos dirigentes de partidos repartidos. El chileno Ríos (académico y parlamentario) escribió hace unos años: en la Argentina no hay partidos sino bandas de mafiosos que se preparan para subir al poder y asaltar el Estado.

Al oro del río se lo llevó la arena del tiempo. El afortunado enriquecido de la noche a la mañana, de la mañana a la noche dio vuelta sus bolsillos vacíos. De los comensales al fastuoso sarao, de los íntimos que ayer unían sus manos en las alturas del éxito, de los amigos de las playas esteñas y de los bitró parisinos, nadie se priva del asombro, con resuellos de estupor y en un tris del soponcio, por lo que, inocente, acaba de enterarse.

Solos, sin fiebre, suele, cada uno despertar a su turno, los que recuperaron la lucidez preguntándose si por tomar la senda áspera y empinada del servicio al bien común desde la política no subió a la pantalla del cine de 8 de Abril o del Ejército Argentino o de frente la Plaza Libertad y enfiló con la caravana de la “fiebre del oro”; y los que nunca buscaron otra cosa, maldicen a quienes fuesen culpables de haberlo despertado, sobretodo si hasta ayer nomás de algún modo eran socios en la aventura o comían de su mano o acompañaban la repentina opulencia con su aplauso.

Que la acción política tenga similitud con la “fiebre del oro”, es el drama que ilustra y nos echa en cara este episodio. La tragedia es que otros casos de oropeles y cifras siderales (bonos, empréstitos, subsidios, sobreprecios descomunales) están en un paisaje inmóvil que lleva por lo menos veinticinco años: crece la riqueza de los afiebrados que hallaron oro entre el barro sucio; y crecen los miles que en el légamo manso del arrabal triste, sin la rebeldía en el suburbio humano que cantaba Homero Manzi, sólo sueñan no caer de la pobreza a la miserable indigencia.

Entonces, en este baile de disfraz cambian los nombres; la deliberada voluntad política de seguir en la corrupción, pareciera inamovible. Entonces, es la política y desde ella misma, quien tiene la palabra. La interpelación se revuelve sobre el gobierno.

La reacción que brota en los cafés, tertulias, asados y encuentros al paso, se explica en la reciente encíclica de Benedicto XVI: “La caridad (amor-misterio, amor-simpatía, amor-lástima, amor-piedad, amor-solidaridad-dolor) y la verdad (conciencia de la mentira, necesidad de saber, ansías de limpieza, sed de transparencia, urgencia de recuperar la inocencia perdida), nunca abandonan al hombre”.

La condena, entonces, se va armando con lo poco o mucho de lo mejor que cada uno tiene. El amor y la verdad, entonces se hacen reclamo de justicia por imperio de la misericordia hacia los culpables que necesitan rehacerse y no lo saben, y a cuántos, miles de miles, son víctimas de la corrupción en las formas de las desnutrición, la insalubridad, el desempleo, el analfabetismo, la inseguridad y la falta de sentido de sus vidas que los echa al abandono, la desesperación, el alcohol, la droga y el suicidio.

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