sábado, 17 de octubre de 2009
Prepotencia de la chacarera
Por Juan Manuel Aragón
De todos los males que Santiago nos viene ofreciendo en los últimos tiempos, me parece que uno de los peores es el de la prepotencia del folklore. Más precisamente de la chacarera. Obviamente no tengo nada contra la música en sí, confieso que hasta de que llegara la moda de su superioridad había algunas que me gustaban mucho. Y hasta llegué a saber íntegra la letra de cuatro o cinco.
Pero de un tiempo a esta parte, en todo cumpleaños, fiesta, conmemoración, celebración, espectáculo, festejo, reunión, feria, certamen, verbena, romería, retreta, luminaria, función, velada, convite, banquete, gaudeamus, solemnidad, gala, recreo, vacación, holganza, descanso, diversión, juerga, agasajo, sarao o recepción, hay que aguantar a uno o más músicos tocando y cantando chacareras. No está del todo mal, al fin de cuentas es una música local y ya se sabe que la caridad empieza por casa. Pero la música folklórica santiagueña se ha vuelto prepotente para reclamar que en cualquier ocasión en que se la sienta, haya que efectuar ciertos actos, como si del himno nacional se tratara.
La cosa funciona así: en medio de la reunión, el dueño de casa o anfitrión les dice a los presentes que va a cantar un conjunto del barrio, los Yacansan, pongalé. En ese instante uno tiene la seguridad de que se acabó la fiesta, porque ya no será posible seguir la amable conversación con la persona que estaba a su lado y será una falta de respeto pedir que le alcancen unas mollejas de la parrilla, seguir opinando sobre la construcción de diques en la provincia o levantarse para ir al baño.
¿Por qué?
Porque los cantores no quieren ser ignorados, pretenden siempre ser el centro de la reunión. Por si fuera poco, en medio de su actuación piden que se hagan palmas, que los que saben la letra también la canten, que el público pida nomás qué quiere oír, porque ellos las saben todas, que alguno diga un aro-aro. En algunos casos también piden silencio absoluto porque ellos, ¿no lo sabía amigo?, son artistas.
Si cantaran dos o tres chacareras como para amenizar la velada, vaya y pase. Pero no, tienen un repertorio de quince o veinte piezas y no van a dejar de tocar hasta completarlo íntegro. Van a cantar todas, ¿entiende? Te-o-de-a-ese. Entre otras paparruchadas que se dirán a la temida hora de las guitarras, en el primer lugar del ránquin figura que ser santiagueño no es una casualidad sino un sentimiento, la segunda tontería es que nadie canta la chacarera como los santiagueños y la tercera puede ser que la música clásica es una estupidez muy aburrida.
También enferman los lugares comunes en medio de la actuación, como que el cantor se queja porque tiene la garganta seca y acto seguido se manda al buche un trago de vino, como si tomar vino fuera una hazaña. O discutir si Carlos Carabajal es o no el padre de la chacarera. O criticar a los críticos de los diarios porque no saben nada de música. El folklore del folklore, digamos.
Pero hay más. Hay una chacarera que cuando salió parecía bonita. Más que nada por la música pegadiza y porque su letra es sencilla, casi inocente, naif, podría decirse: la del puente carretero. Pero cada vez que los Yacansan anuncian que la cantarán, pierdo la paciencia del todo y mando a mudar de la fiesta inmediatamente, no importa si me falta la torta, si el dueño de casa se enoja o todavía no llegó la hora del brindis, las felicitaciones y los buenos augurios. Digo que dejé la leche en el fuego, que tengo que tomar un remedio, pongo de pretexto cualquier cosa y mando a mudar. Feliz porque habré pasado otro día de mi vida sin haber sentido la del puente carretero.
Que será bonita, todo lo que quiera, pero ya me tiene hasta aquí, ¿ve?
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