domingo, 31 de octubre de 2010

La obsesión: virtud y defecto

Por Julio Bárbaro

Como amigo lo perdí hace tiempo, nos distanció el poder. Yo estaba convencido de que correspondía seguir pensando diferente, y eso funcionó en nuestra relación durante un tiempo, hasta que llegaron los que siempre opinan igual al que manda y le ganaron el afecto.
Su virtud estaba en su obsesión, en el mismo lugar que su defecto, en esa impotencia de tomar distancia hasta para preservar su propia vida. Dialogamos muchas veces y mucho tiempo, era un gran conversador. Tuvo enormes aciertos, le devolvió al Estado la capacidad de imponerse en una sociedad de anarquistas y quejosos, les devolvió la fe a muchos que la necesitaban, recuperó valores que estaban en duda y ayudó a los más necesitados. Entre sus defectos, estaba esa impotencia de convivir con el que opinaba diferente. En su visión, solo cabía mandar u obedecer. Un personaje demasiado nuestro, propio de un pueblo que hasta hora no le encontró el amor a la sabiduría, a esa mirada capaz de estar un poco por encima de la coyuntura. Desde el llano solía llamarme muy tarde para que lo acompañara a cenar, no le gustaba andar solo. Desde el poder, lo hacía muy temprano para discutir sobre sus broncas, que quería resolver en el acto.
Recuerdo un día en que volvíamos juntos de un acto en Pilar, donde él había sido orador. Me tiró un “¿qué te pareció?” en la cara y yo le respondí con calma: “No me gustó, gritás mucho y decís pocas cosas”.
Se rió con ganas. Todavía lo divertían las críticas, aún no habían entrado en escena los que aplauden, muchos de los cuales venían entrenados del gobierno anterior.
No quiero excederme ni sobre sus virtudes ni sobre sus defectos. Esperé más logros de su gobierno y nunca me convenció su relación con sus entornos.
Fue un Presidente peronista en la medida que conocía de sobra la esencia del poder y la usaba como debía; no como Menem, que degradaba todo lo que tocaba. Menem fue un traidor a su causa y a su patria; Néstor, en cambio, alcanzó solo parte de lo que la historia le había asignado resolver. Integré su gobierno hasta el final.
No estuve de acuerdo en la elección de Cristina porque me parecía que esa elección lastimaba la imagen del peronismo y del país. Néstor tenía la enorme virtud de romper los cercos que sus ministros le tejían. Se sacó de encima a los que se creían imprescindibles y no permitía intermediarios, aunque tampoco le gustaba que le llevaran la contra, que lo criticaran. Solía enojarse mucho y no soportaba las reuniones grupales, ni las de gabinete ni algo que se les asemejara.
Todo era en él uno a uno, personal, casi siempre íntimo, a menos que se tratara de un acto público. Conocía de sobra los mecanismos del capitalismo, sus mentiras y sus robos, eso le ayudaba a manejarse en el uso de los resortes para dominarlos.
Si Raúl Alfonsín nunca dejó de sentir respeto y hasta temor por sus enemigos, y Menem no dudó en venderles el alma, Néstor no hacía concesiones, gobernaba en serio, era el que mandaba. Jamás hubiera pronunciado la excusa de “no me dejan gobernar”, sabía en qué consistía el poder.
Para nuestra sociedad, su aporte fue valioso. Nos habían dejado en la agonía del Estado y el imperio de los inversores, casi todos extranjeros. Con Néstor la cosa cambió. Una vez, al tratar el tema de la Corte Suprema, se paró y me dijo, “que té apuesto a que hago la mejor”. Y lo hizo. También lo recuerdo discutiendo sobre la necesidad de poner un ministro de Economía. Me respondía, casi a los gritos, que no lo necesitaba, que él estaba estudiando y lo iba a resolver solo. Y una vez, asomados a una Plaza de Mayo repleta de manifestantes, me confesó abiertamente: “Yo nunca voy a ser capaz de reprimir”. No le gustaban los hombres con historia y personalidad, los prefería obedientes y sin chances.
¿Para qué inventarle virtudes de las que carecía, si las que tenía le alcanzaron para gobernar?
Sin embargo, su figura no da para ejemplo del mundo ni para enemigo de los capitalistas y liberales nativos. Le faltó muy poco para convertirse en un estadista, su mal carácter se lo impidió. De olfato político tan enorme como sus apuestas, su desparpajo le permitía manejar el gobierno como si solo hubiera nacido para eso, estaba marcado por una obsesión que le impedía gozar de otros aspectos de la vida.
Dejó sin terminar su tarea de unirnos. Duele mucho y espero que aprendamos a darle el justo valor a las cosas.
Si a todos nos falta ser un poco más sabios, podemos decir que alcanzar la sabiduría fue su deuda pendiente como político con nuestra sociedad.

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