martes, 2 de noviembre de 2010

Cuando la muerte habla de los vivos

Por Sergio Sinay

La muerte no mejora a nadie. No hace sinceros a los mentirosos, ni tolerantes a los intolerantes, ni dialoguistas a los monologuistas, ni honestos a los corruptos. No hace flexibles a los rígidos, ni humildes a los soberbios, ni generosos a los mezquinos. Sin embargo, parece existir una primitiva y ancestral superstición según la cual hablar bien de los muertos hará que se aleje nuestra propia muerte, que la Parca nos olvide por un rato o que, si llega, nos espere un amable post-mortem. Quizá esto explique la actitud de tantos opositores políticos, ideológicos, éticos e intelectuales ante la muerte de un ex presidente argentino acaecida en estos días. Que sus seguidores lo lloraran es comprensible, que se sintieran huérfanos (como si sin él carecieran de ideas, recursos e identidad propios) se entiende por simple empatía. Pero a los otros, a los que hasta ayer (y desde mañana) se decían opuestos política y, sobre todo, moralmente a él, ¿qué les pasó? Hubo pocos silencios dignos (sobran los dedos de una mano para contarlos) y escasas opiniones sensatas, críticas y respetuosas, que respondían a la verdad de quien las emitía. ¿Y el resto? ¿Si tenían tanta admiración porque no la expresaron en vida de ese hombre? ¿Por oportunismo? ¿Por temor? ¿Por especulación? Y si lo que decían de él cuando vivía era verdad, ¿por qué no mantuvieron su verdad ahora? ¿Por oportunismo? ¿Por temor? ¿Por especulación? Antes o después, desde mi perspectiva, mintieron. No importa cuándo. Importa el hecho. Porque si bien es cierto que la muerte no mejora a nadie, muchas veces pone al desnudo a los vivos. La viveza de los vivos. La miseria de los vivos. Tampoco a ellos, llegado el día, los mejorará la muerte, por más méritos que intenten hacer hoy.

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