lunes, 4 de abril de 2011

“Mi última visita a Raúl Alfonsín”

Por Emilio Rached (senador nacional de la UCR).
Emilio y don Raúl, en uno de los tantos encuentros con el demócrata radical.
Parado frente al cuerpo inerte, ya sin vida, de aquel hombre extraordinario, recordaba la última vez que me recibió, una mañana de tenue llovizna, a mediados de septiembre de 2008, en su departamento de la avenida Santa Fe, en Capital Federal.
Había aguardado recorriendo el pasillo que une la sala con el escritorio, con sus paredes recubiertas de fotografías, los retratos de la vida de un hombre de Estado; “ahí está con Felipe” (por González, ex Presidente del gobierno español), dice Margarita, la secretaria de siempre, “cuando todavía era Felipe”, agrega con sutileza filosa y amarga para reprochar el pragmatismo nuevo del viejo amigo. En el escritorio se destacan una pequeña fotografía de los padres del dueño de casa y otra más grande del líder socialista argentino, ya fallecido, Guillermo Estévez Boero.
Al fin entro en la sala donde está Raúl Alfonsín. Sostiene en las manos el bastón que usará como ayuda para cruzar las piernas, y el rostro ceniciento delata los rigores del tratamiento con que se aferra a la vida. En un extremo, frente al sillón que me asigna con un gesto cordial, un televisor desenchufado y con la pantalla vuelta contra la pared; en el otro extremo, al que daré la espalda, la magnífica biblioteca con cuatro mil volúmenes que se suman a los que alberga la casa de Chascomús. Ahí está Alfonsín, abrigado por las lecturas que tanto extrañaba en la gloria, el vértigo y las inclemencias de sus años presidenciales.

Emotiva felicitación

Me pregunta por Pinto, mi pueblo, al que recuerda lejanamente por Oscar Rial, colega de bancada en la Cámara de Diputados de 1963-1966. Y con ese tono campechano, paternal, de su mejor trato, aborda la sesión que dos meses atrás había puesto fin a la resolución 125: “Te agradezco lo que has hecho por el Radicalismo. Yo iba a llamarte pero temía aparecer como ejerciendo una presión”. Rápida y sinceramente le respondo con una frase que modestamente aun celebro:”El tuyo era el único llamado que yo esperaba”.
“En Bolivia estoy con Evo; lo que sucede allí es una especie de apartheid. También quiero y reconozco a Lula; en cambio Chávez no me gusta”, dice midiendo las palabras. Se tienta con la ironía hacia las visitas que recibió y las declaraciones desafortunadas, lacrimógenas, a la prensa: “Me están haciendo discursos de cementerio. Cuando lo derrote al cáncer, me van a volver a p…”. Se ríe. Sobrevuela él la situación partidaria. Sobrevuela en mí una nostalgia anticipada, la conciencia del carácter final de la entrevista. Al levantarme pide que lo ayude a incorporarse; me lo ordena extendiendo su brazo izquierdo.
Caminando hasta la puerta del ascensor pienso que voy a despedirme del único prócer vivo que tiene la Patria, del héroe civil que marcó con su lucha, su prédica y sus ideales a toda mi generación. Nos abrazamos con cálida sobriedad, mientras trato de no sucumbir a las trampas de la emoción. Subimos al ascensor con el amigo que me acompaña (Domingo “Toti” Juan), nos miramos; decir algo sobre lo vivido no es sencillo, pero uno de los dos rompe el silencio con un simple y definitorio: qué grande Alfonsín, ¿no?
Raúl Alfonsín murió el 31 de marzo de 2009. Y entonces recordé aquellos cincuenta minutos recreados por la memoria en sus fragmentos inolvidables. Me llegaba el rumor de la multitud; el alboroto de unos “funerales de epopeya”, como diría Ricardo Rojas; me llegaban los largos silencios que culminaban con las tres sílabas del apellido repetidas en coro, con gratitud y como afirmación de identidad; y me llegó después la tristísima (y bella) marcha “Teniente Dónovan” envolviendo la larga caminata hacia el cementerio; y con los días el aplauso unánime, prolongado, conmovedor, en todos los espectáculos públicos. Y su nombre y su cara flameando en el aire de las banderas libres del pueblo. Para siempre.

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