viernes, 15 de enero de 2010

Las minorías intolerantes


Eduardo José Maidana

Se definen religiosas un 70% a nivel mundial y un 80% en América latina, nos informa Marita Carballo en su excelente “El índice de la felicidad” que La Nación publicó el 20.XII.09, extraído de la Encuesta Mundial de Valores. Y sabido es que los valores apretados en el núcleo central denominado “creencias” están en las raíces y alimentan una cultura. Cultura y valores que sostienen el paradigma que la sociedad ha elaborado.
En este comienzo bueno es recordar que no hay sociedad que no lo tenga.
Ortega y Gasset diría que nosotros tenemos ideas y que las creencias nos contienen a nosotros. Y don Miguel de Unamuno nos ayudaría entender: “¿Qué es sino darnos la tradición para vivir en ella y así no morir del todo?” El primero vería en la última mitad del siglo XIX, en España llamada “de la Restauración,” como la etapa “de perversión de los instintos “valoradores”, en la que no se siente lo grande, ni lo puro, ni lo excelente y fatalmente lo mediocre aumenta su densidad.”
Mutación de “los instintos valoradores” que proveen estandartes a las minorías alzadas desde la densa mediocridad, que recogida y sembrada con militante vocación por los medios de comunicación, resultan al final exitoso de este proceso acumulativo asumidas en propiedad por una “sociedad ilimitada”, según la definición de Jean Claude Milner
“Ilimitada” porque no tolera ni se detiene ante ningún limite. Dinamismo con el que embiste contra las culturas, creencias, paradigmas e instituciones de cualquier laya que se construyeron en milenios y siglos.
Al amparo de la ilimitación las minorías devienen en intolerantes y propician la discriminación de las mayorías, bajo amenaza de sancionar a sus componentes con lo  que mejor venga: oscurantismo, es una descalificación que indica que tal minoría proviene desde un espacio iluminado por la verdad absoluta. En las sombras quedan las familias originadas en el matrimonio entre un hombre y una mujer, destinados a modelar con la presencia arquetípica del padre y de la madre a la respectiva identidad del niño o de la niña.
A los médicos, abogados y periodistas adscriptos a la intolerancia y a la riada de la sociedad ilimitada, no les importa demasiado quemar los libros de psicología infantil desde Adán y Eva hasta nuestros días; y cerrar de un portazo los consultorios de los psicólogos y médicos; y echar al circo mediático a los padres preocupados por el amaneramiento de su varoncito o por la grosería no-femenina de su niñita que les avisan de que uno de los dos modelos está en falta: por omisión de presencia o de virtud ejemplarizadora presente o refleja a imitar. Al fin la madre planta ante el hijo la imagen del padre y viceversa.
El citado filósofo Milner, profetiza que el derrumbe de la institución de la familia del hombre y de la mujer con sus hijos, producirá el mayor de los genocidios en el mundo  judío. Cuya continuidad en cinco mil años fue garantizada por la eficacia de la tradición que la familia atesoró de la cultura judía, con sus hitos, símbolos y múltiples formas de expresión: comidas, fiestas, galas, ropas, usos y costumbres nutridas por las creencias y frutecidas en la evolución de las ideas.    
No importa que haya judíos no-religiosos y hasta irreligiosos. Las instituciones son el faro que refieren a todos. La Torá y la Ley de Moisés sirven a tirios y troyanos. La trama vinculante ha superado milenios y diásporas. La sinagoga doquier se eleve, los representa. Recita el sefaradí: “se pegará la lengua a mi paladar / y se secará mi brazo derecho / antes que me olvidé de ti, Jerusalén”. Las minorías intolerantes brotadas del relativismo del siglo XVIII y que triunfantes reinaron en el XIX con el neo paganismo alemán que generó al nazismo-religión, no pudieron con las instituciones, entre ellas, la familia y la democracia bajo el palio de la Sinagoga y del cristianismo en este caso.
No importa que la admirada Pilar Rahola diga “la familia unida, jamás”. En  la suya, que la alberga y arropa, hay dos mil años de la cultura que la enorgullece en su laicidad militante. Y  esa cultura occidental (José Luis Romero dixit), queda un faro al cabo enhiesto: colgajos la afean,  los cascajos en sus sendas hieren los pies, el moho de  manchas infamantes la escrachan. Pero al cristianismo y, en particular a la iglesia Católica no puede negársele su apuesta a la Vida que sólo, e insisto, por un imposible natural irreductible de cualquier otra opción, solamente aseguran el hombre y la mujer en casal. Los ataques contra esta imposibilidad de dar la vida salvo la que se simula en la ficción de hacer como si fuera, saben a desesperación.
Cultura occidental que hace unos mil años reunió al espíritu germano con su denuedo por el heroísmo, la osadía de las quimeras y la disciplina en la palabra y el hecho; con el
edificio hecho de instituciones como el Estado y la familia, capacidad de pensar, prever normas y administrar la razón y la justicia del mundo greco-romano, y las dos con el   cristianismo. Que las trascendió de abajo hacia arriba sin borrarlas en el continuo de la vida que se transforma. Tal la síntesis del faro que refiere, previene y asegura un orden.
Y al que hay que derribar entre el silencio del miedo disfrazado de indiferencia. 
El orden y la vida son atacados por el desorden y la muerte. La seguridad de que la secuencia vital sigue pese a todo, incluso las tareas del Faro (¿hay un reemplazo?) o ella dejará de transmitirse en un gigantesco genocidio según la advertencia citada. Que los alumnos desconozcan en los museos a las figuras de la cultura en la que viven (Humberto Ecco dixit) revoloteando de un ícono mítico al otro, denuncian que el “hombre líquido”  en cuya inhumanidad la familia se ha  disuelto y el hombre unisex se ha deshumanizado. Nos queda la ficción. La que adquirió rango mayúsculo cuando en el Congreso de la Nación argentino este 2009 se consagró mujer del año a un transexual. 

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