lunes, 11 de enero de 2010

Los transplantes de Sandro


Eduardo José Maidana

“La espina en la carne” (C.G.Jung)

El Incucai venía invicto. Su seriedad se impuso al escepticismo. Ganamos todos. Ni una duda. En un universo harto sospechado y sospechoso como el de la salud, era el milagro de la coherencia ajustada con estrictez espartana a los cánones y protocolos. Hasta que el universo mediático metió las patas Y todo se enturbió: Sandro debía saltar (bramaba la presión) al primer lugar aunque fuese al costo de pisotear a varios miles de pacientes en paciente espera, y que lo de más aquí y lo de más allá.

Y lo que es peor: al precio de erosionar a una institución cuya seriedad a muerte nos aseguraba que trabaja por la vida, es decir que en ella ni se vende ni se compra ni hay tu tía que valga. Claro, se olvidaba que hace un par de años Sandro no estaba en el primer lugar y, por eso, no fue trasplantado.

Esos cánones y protocolos internacionales establecen cuando y quienes no son viables a la posibilidad de trasplantes. No hay caprichos. Salvo en el reino de la intolerancia de las minorías - ¿nos damos cuenta de este fenómeno? -, cuando, y esta es la condición sine qua non, esas minorías son una “mercadería-espectáculo” vendible para lo cual deben ser susceptibles de farandulizar. Entonces, las instituciones incluido el matrimonio, no cuentan. Que de gobernantes a políticos y jueces para abajo, temblando adoren los quince minutos de popularidad que administran los medios es lo que importa.

En “Sueños”, C.G. Jung, propone un modo de ayudarnos en nuestra responsabilidad institucional. No de ayudarle al Incucai, sino de ayudarnos en él. Previo es entender que una institución de bien público y en los niveles que fuesen, es resultado y fruto de lo mejor que cada uno tiene. Claro que nadie puede dejar afuera “las sombras”, el lado oscuro que portamos. Y proa adelante con lo mejor nos hacemos mejores, en este caso en y por el Incucai, la biblioteca o iglesia del barrio, el club social, el comedor o guarda que auxilia desprotegidos, en fin, la lista suma y sigue.

A condición de que aceptemos la “espina en la carne” de no ser perfectos, sinceridad que nos mandará a buscar ser “completos.” Es decir, renunciar a la artería del zaino y al trompeta en el ladino que llevamos adentro. Que la institución no sea un “baile de disfraces” con saraos periódicos al que vamos con “trajes de perfectos” (Jung) indicará que la “espina en la carne” es eficaz. Podremos entonces, y recién, descubrir que en ella nos queremos y respetamos a nosotros mismos y a los otros y que por eso, nada más, merece la institución el minucioso cuidado de sus formas que son un modo de amar.

Esas formas: estatutos, reglamentos y demás, fueron pensadas para que la institución nos sobreviva y cumpla sus objetivos. En ellas quedaremos. La memoria legislativa acusa a quienes la deshonraron, la universitaria a los que defraudaron sus fines, la sindical a los que vaciaron su sentido, es decir, la institución vive, hay un dinamismo enella. Los viejos pueblos herederos de los godos, otros de los britanos, aquellos de los normandos, nórdicos o celtas, de los griegos y romanos y sajones o germanos, atesoran tales legados visibles en edificios, templos, viviendas, música, costumbres y usos y en venerables instituciones. En la cultura, dicho de una vez.

Hasta hace poco, nadie quería destruir nada. A las barbas del “progresismo” europeo Pilar Rahola, catalana mujer y media casi dos, laicista voz en cuello gritó porque la izquierda suprimió el nombre de Navidad y Semana Santa del calendario. Se llamarían “de Invierno” la primera y “de Primavera” la segunda. Vivo con mi laicismo en una cultura de más de mil años y estos tontos, dice poco más o menos, creen que pueden suprimirla privándome de mis pesebres, ceremonias y los mimos del ágape.

Me recordaba a Edgar Morin (Pensar Europa) que rechazó la cultura forjada en dos mil años y se zambulló en la que prometía el marxismo. Decepcionado, hijo pródigo volvió con las manos vacías a repensar lo rechazado. Viaje permitido por las instituciones que lo aguardaron con paciencia. La tendencia argentina a destruir las instituciones podría ocultar resabios anarquistas: ni estado, ni gobiernos, ni clases sociales, fue su bandera. Destruir todo la consigna. Claro que en nuestro caso vendría de dos vertientes: el populismo no hace mucho aquí casoriado con el utopismo dogmático de original signo cristiano (montoneros), y de inicial signo troskista, luego stalinista (erpianos)

Aclaro, por sí, que hablo del anarco-troskismo como perfil o mentalidad. Incluso como sueño. La manía de la “revolución permanente” es un dato. La natural, pacífica y trabajosa evolución no tiene mercado. Ni pantalla, ni páginas, ni micrófonos. Es aburrida, luego, invendible. En su nombre hay que arrasar y, sobre la nada, vivir la utopía que en este caso es propiamente el “no-lugar”. Los comunistas imputaban al troskismo la virtud de destruir lo que tocaban y, como ven, ese diagnóstico, quizás al gusto del stalinismo, tienta mi experiencia.

Proceso que Victor Massuh disecciona en “Nihilismo y experiencia extrema” (1975) En la derecha es la mentalidad de Adán Gorozpe: barrer el mal (delitos, drogas, política, prostitución, homosexualidad) junto con el hombre en la equívoca novela de Carlos Fuentes reciente, llevándose puestas a las instituciones. Los extremos siempre se tocan.

En las instituciones nos buscamos para encontrarnos con el otro. Sin el otro somos incompletos. Respetarlas y cuidarlas es cuidarnos y respetarnos. Si se alejan los custodios severos vendrán los aventureros o a los chapuceros, igual que en la política. ¿Podemos darnos ese lujo? Quizás, golpeando en el rojo vivo sea la hora de ratificar a muerte las instituciones, y anunciar que nunca más alguien será más igual que nadie. Y que unidos, “somos más que vos”, dicho al rey (al poder que fuese) en la declaración de los fueros aragoneses, si la memoria no me juega una mala pasada.

Olvidaba que Sandro estaba en un tris de desfallecer definidamente. Sin margen de espera. Y aún así, el debate institucional trascendió a los medios, lo cual mide al Incucai en la preocupación institucional que dejamos de lado en el diario vivir social y político. La agenda de esta institución no puede confeccionar la alharaca farandulera de los medios. Las preguntas saltan a la cara: ¿estaba en condiciones?, siempre se temió que no. ¿Los medios que hicieron la agenda, y el espectáculo necrológico y la profanación?

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