lunes, 9 de agosto de 2010

Educación: la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser

Rogelio Alaniz
En un colegio secundario “de cuyo nombre no quiero acordarme”, los padres de los alumnos de primer año se movilizaron contra el profesor de Historia porque les había exigido a los chicos estudiar de un libro “difícil”. Intervinieron las autoridades y luego de los cabildeos del caso le terminaron dando la razón a los padres. El profesor no fue sancionado, pero debió retirar el libro de la bibliografía. Se trataba de un texto de José Luis Romero, uno de los mejores historiadores que dio la Argentina.
Anécdotas como éstas hay tantas que podría escribirse un libro, un libro titulado “Historia de un fracaso educativo” o “Crónica de una decadencia”. En cualquier caso, las anécdotas se limitan a ilustrar con el ejemplo la naturaleza de nuestra crisis educativa a contramano de lo que se predica todos los días acerca del rol estratégico de la educación.
En efecto, hoy es casi un lugar común decir que el futuro de la Nación ya no reside en sus riquezas naturales ni en sus cuentas bancarias sino en la capacitación de sus recursos humanos. Se habla de la sociedad del conocimiento porque se considera que el desarrollo económico se funda en el saber y la innovación. La globalización y la universalización de la ciencia y la tecnología le otorgan a la educación un valor estratégico. Nadie discute hoy estas certezas, pero la paradoja del mundo que vivimos es que estas verdades se contradicen con las tendencias y conductas reales de la sociedad.
En principio, las cifras son elocuentes. En América Latina hay treinta millones de analfabetos; el cuarenta por ciento de la población no completa la educación primaria y el treinta por ciento no estudia ni trabaja. Sin ir más lejos, en la Argentina existen alrededor de un millón de jóvenes menores de veinticinco años en esa situación. Como se podrá apreciar, entre las declaraciones plagadas de buena voluntad de los funcionarios y la realidad, la brecha es grande, demasiado grande.
Se habla mucho de educación, se ponderan sus virtudes, pero lo que se hace no tiene nada que ver con lo que se dice. La responsabilidad de los funcionarios en estos temas es insoslayable, pero esa responsabilidad incluye también a maestros, directivos y padres.
Lo decía Sarmiento hace más de ciento cincuenta años: no hay proyecto educativo sin comunidad educativa. Habría que agregar, a continuación, que no hay proceso educativo sin maestros que enseñen y alumnos que aprendan. Como no hay familia sin padres que enseñan e hijos que obedezcan. ¿Y la democracia? Lo siento: la familia no es democrática. Arreglados estaríamos si no fuera así.
La comunidad educativa está rota o por lo menos muy deteriorada, y algo parecido ocurre con la familia. Los padres han desarrollado la teoría y la práctica del “aguante” a los hijos. El maestro, el director, son las autoridades a discutir e impugnar. Padres que han delegado en el televisor la función educativa, padres que han abandonado a sus hijos, padres que suponen que una manera de asegurarse la juventud eterna es solidarizarse con sus irresponsabilidades. No son todos, pero son muchos. Y son los que hacen más ruido.
El proceso que describo refiere a un quiebre cultural y trasciende la anécdota. En realidad, la civilización tal como la hemos conocido está en crisis, la educación y la escuela están en crisis y los padres son una consecuencia de estas realidades. Pero ocurre que si la alianza de padres y maestros no se recupera, la crisis se seguirá profundizando. La banalización y el relativismo moral se han dado la mano en los últimos años, con orientaciones que reivindican ciertas libertades que sólo un distraído puede tomar en serio. Se considera que el maestro debe aprender del alumno y que, en el mejor de los casos, la relación debe ser igualitaria. La consigna tiene un toque libertario, pero sólo un toque, porque en realidad es la antesala del desastre en sus versiones más decadentes.
Hay que decirlo de una buena vez. Todo proceso educativo que merezca ese nombre incluye reglas y normas. Guillermo Jaim Etcheverry sostiene “que la escuela se ha construido sobre la solidaridad entre generaciones, solidaridad materializada en la transmisión de saberes y valores”. Basta con mirar lo que sucede a nuestro alrededor para apreciar lo que hemos retrocedido. El pasado no vale y el futuro no interesa. Se vive una suerte de eterno presente, lo cual desde el punto de vista civilizatorio constituye, como dice un pedagogo francés, una suerte de “desastre genealógico”. Los mayores no enseñan porque no tienen o no saben qué enseñar; los menores no aprenden, y todos consideran que viven en el mejor de los mundos.
El rol del maestro se ha deteriorado. El maestro no sabe, y si sabe a nadie le importa. Los alumnos no van a aprender, van a pasar el tiempo o a buscar un certificado que los habilite para alguna otra instancia que flota en la ambigüedad y la incertidumbre. La escuela es vista como un lugar de contención, un sitio para ir a comer, para ir a distraerse o para cumplir funciones de guardería. Nada más. Hoy es un lugar de contención y están orgullosos de decirlo. En otros tiempos, en los buenos tiempos, era exactamente lo contrario: un lugar de expansión, expansión de saberes, de expectativas e incluso de límites racionales a esas expectativas.
La educación concebida como una exigencia ha sido desplazada por la idea del juego o la idea de que en realidad nadie debe estar seguro de nada. Todo reclamo, toda demanda de cumplimiento del deber son considerados actos autoritarios. En ese contexto el alumno como sujeto con vocación de aprender no existe. Y el maestro, como titular del saber, tampoco. Por eso un sociólogo llamó a este tiempo “la era del vacío”.

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