jueves, 17 de marzo de 2011

Más barbarie que civilización

Por Carlos La Rosa, del diario Los Andes, de Mendoza.
Fue electa gobernadora de Catamarca, defendió al sadismo y recibió duras críticas.
El constitucionalismo liberal argentino nació bajo el designio de ponerle límites al poder político. El constitucionalismo del primer peronismo le puso límites al poder económico, fortaleciendo los derechos de los trabajadores. En cambio, el constitucionalismo democrático, desde 1983 a la fecha, ha tenido un solo gran objetivo al cual se han subordinado todos los demás: la reelección indefinida de la clase política. Esto no es una opinión, es un hecho. Los dos primeros constitucionalismos fijaron límites al poder, el último quiere acabar con todo límite.
Así como nuestra democracia de ya casi tres décadas ha generado muchos hábitos de cultura política positivos, el constitucionalismo que la acompañó produjo efectos negativos en el funcionamiento institucional. En particular, contribuyó al surgimiento de nuevas oligarquías políticas locales que impidieron a las provincias más chicas salir de su secular atraso. Incluso, a nivel nacional ha tendido a fortalecer los caudillismos y las hegemonías facciosas por sobre los partidos políticos y las opciones programáticas plurales.
El debate que pareció tender a su fin cuando hace un par de años el pueblo misionero le dio un rotundo no al intento del señor feudal Rovira por eternizarse en el poder provincial, hoy vuelve a renacer sobre la faz de la república, aunque en realidad nunca murió del todo, sólo permaneció en silencio a la espera de alguna distracción popular.
Así, luego de la fallida intentona de Rovira, el caudillismo se travestió en nepotismo, mediante el cual los hermanos Rodríguez Saá en San Luis decidieron turnarse uno por vez para así saltearse los límites a las reelecciones. Fue el mismo plan político que imaginó Néstor Kirchner con su esposa Cristina en la Nación. Y que se multiplica indefinidamente en las comunas y municipios de todo el país donde los caudillos locales se suceden a través de sus hermanos, esposas o hijos generando dinastías familiares que se convierten en propietarias de facto no sólo del gobierno, sino de la economía y hasta las medios de prensa de cada uno de esos verdaderos feudos.

Los catamarqueños

Lo ocurrido el domingo pasado en Catamarca es un caso paradigmático de lo que hablamos. Allí, un radicalismo que dos décadas atrás destronó la oligarquía saadista y que luchó contra el barrionuevismo, terminó preso de una lógica similar. Y siendo incapaz de renovarse, apostó por un tercer mandato de su gobernador. El gobernador radical resultó derrotado electoralmente, pero mucho más culturalmente, porque al no haber sabido o querido luchar contra las dinastías oligárquicas locales, quien ahora festejó su derrota fue Ramón Saadi, el caudillo derrotado por la UCR en los '90.
Pero ni siquiera eso es lo más preocupante, sino que el triunfo electoral de una señora K pero que reivindica a Saadi, trajo consigo el intento de "indultar" a los instigadores políticos del asesinato de María Soledad Morales. Algo que parecía cosa juzgada, pero que volvió a surgir en una sociedad donde toda su élite, peronista o radical, sólo fortaleció el caudillismo feudal.
No obstante, mientras los radicales sufren en carne propia su incapacidad de modernizar una provincia que manejaron por 20 años y mientras los progresistas K quisieran "matar" -sin poder decirlo públicamente- a la gobernadora catamarqueña electa que les aguó en parte el festejo con su imprudente reivindicación saadista, lo cierto es que ni unos ni otros van al meollo de la cuestión: ni unos ni otros condenan la perpetuación de las élites que se logra mediante las reelecciones indefinidas o la sucesión parental.

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