Por Sergio Sinay.
Pongo en orden una carpeta con viejos recortes y encuentro entre ellos una columna escrita el 14 de febrero de 2006 por el filósofo Rafael Argullol en El País, de Madrid. Habla sobre lo que llama “el fascismo de la posesión inmediata”. Lo define así: queremos esto y aquello y lo queremos ya, porque es el botín de guerra que la vida nos prometió. Por ese camino, dice Argullol, el deseo se impone a la necesidad, la pornografía al erotismo, el automatismo a la elección. Por ese camino, pienso por mi parte, se elimina la duda y con ella la responsabilidad. Se exigen resultados sin proceso. Hallazgo sin búsqueda. Llegar sin viajar. Las experiencias (que llevan tiempo y suponen sensaciones) se remplazan por lo que viene hecho. La publicidad nos ordena: “sentí”, “viví”, “tené”, “emocionate”. Para eso sólo hay que comprar esto, adherirse a aquello, clickear allá. Se trata de estirar la mano y alcanzarlo (si en la mano está la tarjeta o el celular, mejor). No hay proceso, no hay transformación, no hay reflexión (¿lo necesito? ¿es así como lo necesito? ¿o sólo debo tenerlo?). Se suprime la experiencia de vivir. Se instala, en su lugar, la del consumo inmediato.¿Por qué Argullol lo llama fascismo? Porque fascismo, dice, es una forma de calificar a la barbarie en todas sus formas. La barbarie no admite reflexión, contemplación, diversidad ni pausa. Tenelo ahora, ya mismo, o quedate afuera, expulsado del festín, tal es el imperativo de la barbarie consumista. Que se muera el mundo, que padezcan los otros mientras yo consuma, es el lema de los nuevos bárbaros. Dejemos de tomar la vida como un botín de guerra, propone Argullol. O dejemos de esperar a los bárbaros (como en la novela del genial J.M. Coetzee) porque ya están aquí. Y a menudo basta con mirar el espejo para verlos.
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