martes, 7 de abril de 2009

A 70 años de Franco



Por Julio Bárbaro (dirigente peronista y ex interventor del Comfer)

Aquella España quedaba al lado de casa.

Nací en el 42, me crié entre inmigrantes, algunos huían del hambre y otros, españoles y judíos, para salvarse de  la muerte. 

Mi padre, ocho hermanos hijos de italianos, dos casadas con mallorquines, una con un catalán y otro con una gallega. La guerra entraba en la cocina, se volvía griterío en las fiestas, marcaba la relación con los vecinos. La mayoría eran republicanos, portadores de atroces recuerdos y remotos sueños,  con parte de su familia perdida en la contienda.

Mis tíos eran republicanos, con cuotas de anarquismo y un odio desmedido a los curas. En mi familia, se hablaba de la miseria de Europa y de la opresión de Franco.
Claro que con tanta derecha y católicos sueltos allá afuera, al fascismo le sobraban adeptos, y si Hitler era el genocida derrotado, Franco encarnaba lo nefasto por desterrar. Pero también tenía adeptos, que no eran exiliados,  pero sí abonados a esa enfermedad universal del orden, la certeza y la fe.

En la avenida de Mayo se dividían los bares y nos creaban un pedazo de España donde la réplica orillaba la violencia. El odio a Franco estaba en el almacenero, don Pérez de la esquina, en el Vasco lechero y en la maldición cotidiana que le dedicaba Manolo, el mallorquín que manejaba el camión. Su persona y su madre eran un concurrido destino del dolor y la maldición de los desterrados.

Luego,  vendrían los revisionismos,: alguno recuperaba a Primo de Rivera, otro sobreviviente de la legión azul, la mirada francesa de Malraux y el dolor infinito por el asesinato de los poetas. Mezclado en el medio,  el marxismo y sus muros, lo de Stalin con sus complejidades y aquella España dividida entre hermanos y algún “Viva la muerte” que Unamuno enfrentara y  que aquí también engendró seguidores. Aquella España encarnaba los males de su continente sin poder ingresar en el  purgatorio de las democracias.

Pero quedaba tan cerca esa frontera que nos repitieron el veneno sus imitadores en el 66.
Enamorados del miserable ordenador, les quedaban demasiado grandes Churchil y De Gaulle, y nos impusieron a un general religioso y prolijo. Así, fue Onganía la réplica primera, cuando creyeron que aquella tragedia podía ser sin sangre. Querían salvarnos del comunismo, y de García Lorca, de  Miguel Hernández, de León Felipe , de la poesía y del pecado de la libertad.

Y también, por qué no, esa España y sus adeptos ocupaba un lugar en la confrontación de los imperios. Al occidente, supuestamente democrático,  las dictaduras fascistas les permitían perseguir revolucionarios sin necesidad de cuestionar la injusticia.

Aquel Franco significó el uso vil del fascismo donde el liberalismo mostraba que la libertad del hombre era una simple excusa para lo esencial, la libertad de comercio. Y el Onganía con ministros de familia numerosa será heredado por los Videla que arrastraron tantas muertes mientras defendían la patria y la familia. Casi todo eso es herencia de aquel Generalísimo que armó falanges para imponer opresiones y se convirtió en el paradigma del dictador universal...

Y las canciones de aquella guerra civil con su ritmo de marcha a la tragedia, y el ejército del Ebro, y Cara al sol con la camisa nueva, y tanto cine que recorrió aquellos tiempos, y hasta Miguel de Molina , años más tarde ,en aquella magnifica metáfora de “Las cosas del querer”.

Aquel Franco que aplastaba a la España que siempre admiramos desataba en lo peor del enemigo autóctono las miserias que siempre temimos. Esa ideología de un orden que acabe con la rebeldía y la creación artística,  esa urgencia de muerte que portan los que intentan detener el mañana, ese odio al poeta y al diferente. Esas miserias del Franco del 39 ocuparon demasiados años de nuestra realidad.

Hace 70 años que se imponía en España, y recién en el 83, nosotros logramos extirparlos de aquí.

Todavía reinaba cuando al llegar a Madrid , interrogué al taxista sobre Franco. " Tiene un problema con Dios", me respondió tajante. Y ante mi nueva pregunta se explayó  efusivo: "Si es cierto que Dios existe, se imagina  usted, lo mal que la va a pasar".

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