miércoles, 8 de abril de 2009

Carta a Hebe de Bonafini



Por Ana María Díaz 

Soy Ana María Díaz, hermana de un desaparecido e hija de un militante radical que durante el gobierno de Raúl Alfonsín fue secretario de Asuntos Técnicos y Económicos en el Ministerio del Interior y, más tarde, diputado de la Nación y desde dicho cargo voto la ley de Punto Final. Ese argentino que como a usted le mataron un hijo. Ese señor era el doctor Manuel Alberto Diaz, abogado santiagueño, entrañable amigo de Raúl Alfonsín. 

Con todo respeto le digo que mi padre sintió tanto dolor como usted, a diferencia suya, era humilde y generoso y, por sobre su dolor, pensó con grandeza en la patria, en sus nietos y en todos los argentinos del mañana. Y hoy, gracias a un puñado de hombres que como él, resignando su dolor, es que usted no ve avasallada su libertad por gobiernos de facto. Muchas veces necesitamos de estos sacudones para despabilarnos y valorar a esas personas que supieron priorizar el bien común antes que su propio dolor.
 
Hoy quiero traer a mi padre que en ciertos momentos de su vida fue padre-madre. Madre porque, en organismo propio, la carne de su alma fue atravesada por el desgarramiento que la naturaleza dispuso sólo para las hembras en el trance de esa agonía al revés, que es el parto. Mi padre supo de esos dolores supremos. El alarido le fue por dentro. Un alarido sin la redención alumbradora que desemboca en el sol nuevo de un poquito de carne latiente. 

Una mañana lo ví salir, de traje, recién afeitado, tristísimo e indefenso. No hizo nada por eludirme; me miró. Estaba allí de pie, pero desplomado. Me explicó su propósito, votar la ley del Punto Final …Después, largo silencio. Me dijo: “Nunca perdonaré a los asesinos de mi hijo, pero para ti y tus hijos la vida continúa, estoy en este mundo... pero no existo”. Salió caminando. Partió muy lentamente. Hacia el Congreso.
 
Cuando llegué al recinto para acompañarlo en aquella determinación, percibí su temblor, su nuca desguarnecida, sentí algo que sólo después de años pude descifrar: mi papá, en aquel momento, estaba desgarrándose cómo sólo se desgarran las madres al parir. Pero su parto era de dolor sin gloria, sin redención. De dolor para siempre, irreparable. 

Mi padre fue padre y madre. Y, como ella, aprendió a pensar con el instinto. Allí comprendí que debía respetar el duelo eterno de aquel hombre que tuvo un hijo. En cada aniversario del natalicio de mi hermano lo escuchaba hablar como quien reza: “Hijo, yo también te parí… jamás podré asomarme a tu pecho para sentirte respirar… Hijo, ¿por qué, por qué?... Estoy solo como nadie en la Tierra… Hijito…”
 
Mi padre me deja su voz en el semblante, en el aire; se va. Tengo que contar algo más: él era tan candoroso que creía que si uno estudiaba ya era mejor persona. Que si era buen amigo era maravillosa persona y si luchaba por su patria era excelente persona.  

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