Rogelio Alaniz
Hilda Molina en la presentación de su libro.
La creciente crispación del clima político debería ser una preocupación de todos. Un mínimo de memoria histórica alcanzaría para saber que los procesos de violencia y desgarramiento social no se dan de la mañana a la noche; son progresivos y la imagen que mejor los representa es la del plano inclinado. Las tapas de los diarios cada vez dedican más espacios a los escraches. Son reales, no son inventos o maniobras de difamación de la prensa, los escraches se están constituyendo en la práctica habitual de un sector de la sociedad que supone que estas hazañas no tienen nada que ver con el fascismo.
Las responsabilidades de haber llegado a esta situación es probable que sean amplias, pero fundamentalmente son del oficialismo por el simple hecho de que las iniciativas las tiene quien ejerce el poder. El escrache es uno de los recursos de la intolerancia que alientan, consienten y estimulan los Kirchner, fieles a su concepción del ejercicio del poder concebido como un campo de batalla donde siempre hay enemigos a derrotar. La operatividad de esta concepción suele ser muy eficaz, pero su ideología es ambigua para dar lugar a un espectro de posiciones que van desde la izquierda, pasan por el más crudo populismo y llegan a las versiones conservadoras más rancias y codiciosas.
El gobierno supone, o por lo menos es lo que intenta hacerle creer a la sociedad y a sus propios seguidores, que es víctima de una conspiración derechista que se resiste a admitir las bondades de los cambios que ellos proponen. Según ellos, la conspiración es tan extendida y perversa que ha manipulado la conciencia de la gente, con lo que se demuestra que el principal enemigo de la sociedad son los medios de comunicación y los periodistas responsables de este proceso de alienación colectiva.
La mayoría de las intervenciones orales de la pareja gobernante giran alrededor de este tema. Como toda estrategia discursiva que pretende un mínimo de eficacia, sus enunciados alguna verdad contienen. Tocqueville advertía, hace casi doscientos años, sobre los inevitables excesos de la libertad de prensa, pero señalaba a continuación que esos peligros se compensaban por los beneficios que la prensa libre produce controlando el poder y contribuyendo con sus textos a enriquecer la opinión pública. Desde 1830 a la fecha ha pasado mucha agua debajo de los puentes, pero convengamos que los principios de la libertad de prensa siguen siendo los mismos: pluralismo, libertad de expresión y crítica al poder, al poder y a todos los poderes, pero en primer lugar al poder estatal por ser considerado simultáneamente indispensable y peligroso.
Esa crítica es la que los Kirchner no toleran. La única relación que ellos conciben con la prensa es la que forjaron en Santa Cruz con censura, chantaje, extorsión y negociados. La novedad que han incorporado es que aquello que en Santa Cruz era mordaza o corrupción brutal y grosera, en el orden nacional deviene en un discurso teñido con consignas izquierdistas. Los problemas de los Kirchner con la prensa no son sus vicios y fallas sino sus virtudes. Lo que les molesta de la prensa es que los controlen, que ventilen sus cuentas sospechosas o el alucinante crecimiento económico de sus colaboradores.
Mientras que para hacer negocios, los Kirchner y el oficialismo en general se valen de los conocimientos y las habilidades de su ala derecha, para combatir a la libertad de prensa recurren a su ala izquierda. A esas habilidades para afrontar el conflicto político los peronistas las denominan “conducción política”. Lo que hacen no es nuevo, pero hacía mucho que no se hacía con tanto desparpajo y movilizando a sectores que objetivamente operan como grupos de choque del poder, por más que ellos supongan que están realizando interesantes aportes a la liberación nacional, la justicia social y el hombre nuevo.
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