lunes, 27 de septiembre de 2010

Don Luis C. Alén Lascano

Eduardo José Maidana
Uno de los tantos libros de Alén.
Lo imprevisto “upialliaj”: es un golpe de atrás. Atonta y, de suyo, desorienta. Porque al misterio de la muerte le añade una confrontación con lo que aún no terminamos – ni acabaremos -, de ser. Perdón, mira que me atreva a decirte que la historia, la tuya, la mía, la de aquellos que fueron y los que somos y serán, es una cosa viva, incompleta que seguirás reescribiendo con desconocidos compañeros de la interminable aventura de cruzarte en la trama de una historia sin fin tejida. Que inútil y mal comprendedor soy!

Sangre de escriba reconociste en don Pablo Lascano, salavinero, que allá por la mitad del siglo XVII, te inauguró también como primogénito de una estirpe que a veces corre con la sangre y otras arborece en ramazones de políticas y diputacías, pero sobre todo, y en tu caso ese condicionante es definitivo y definitorio en los trajines de esa historia a la que aludí y en el ejemplar testimonio de tu santiagueñidad acrisolada. Sois, y por expresa decisión un santiagueño que aceptó serlo sin beneficio de inventario, cosa que al decir de tu maestro y amigo Canal Feijoo, no todos aceptamos ser.
De hombre de hecho, ascendiste, mocito aún, a hombre de derecho. El primero de ellos pareciera fijarnos la aceptación de esta tierra y el tiempo que nos tocó en suerte. Lo segundo elaboró la identidad de un protagonista lúcido de su destino.
Tal fervor primerizo condujo tu adolescencia al espacio público, cuando en la módica ágora lugareña siseaban los sables desenvainados para el debate de viejos nudos argentinos. Por Yrigoyen y en yunta con tu amigo Miguel A. Salvatierra, los dos hicieron el aprendizaje de la lectura patria desde el segundo nacionalismo, el de Ricardo Rojas. Se recibieron de  “nacionales”, según el sustantivo que en los 60 tomaba distancia de las versiones totalitarias. Con esos aprestos, cruzado el pecho por la talega criolla al modo del zurrón castizo, asumiste tu vocación: guardabas semillas en tus vigilias y luego salías a sembrar.
Lo ignorabas. Pero te hiciste maestro en el alto ministerio que ello supone, al modo antiguo cuando ni los edificios ni las burocracias llegaran para confundir retretas con serenatas.
Quizás fue tu pariente don Alfredo Gargaro quien te mostró el camino de la historia, a lo mejor te fascinó la prosa y la pasión de Orestes Di Lullo, quizás fue Bernardo Canal Feijoo y la minuciosa arquitectura de su pensamiento de orfebrería racional. Nunca te lo pregunté. Me doy cuenta recién en esta noche. En la que te descubro la imprescindible pieza maestra de la continuidad de aquellos – y de otros varios -, entre nosotros. Te hiciste con ellos y en ellos y con José N. Achával, tu amigo, conspiraron para traerlos hasta estos tiempos. Lo que llamo la Generación del 50.
Recibieron la minga de la historia de la que Santiago chaupi-chaupi, aún adolecía. Ambas fueron frutos de raíces hondas y robustos troncos. Di Lullo había anticipado la síntesis de un relato fundacional y un libro testamentario. Ustedes pusieron orden y cadencia, ritmo y secuencias. A tu modo y desventrando en el hecho el acento político, maduraste junto con las historiografía de las provincianas interiores, esta vez desde ellas, con y por ellas. Que reemplazaron a las de, en y por Buenos Aires.   
Tu docencia sembró libros, conferencias y ensayos. Las dos universidades ganaron sumando tu saber y prestigio para que tu maestría sirviera generaciones y tu profesión con eminencia ejercida a cielo abierto alimentara excelencias en sus claustros. Ninguno de los citados antecesores fueron hechura de estas universidades, y no podían serlo, igual que vos, porque las engendraron. La Academia Nacional que te condecoró a pura prueba de saber, abrió aquí con tu aporte entusiasta  un nuevo ciclo de empinadas y arduas pretensas superadoras de la Academia que esta tierra merecía. Fue tu última suma y sigue.
De duelo está la provincia cultural de punta a cabo en lo que la acepción tiene de abarcadora. Porque nada de ella te fue indiferente. La noche de la santiaguelidasd gime estrellas de júbilo por una vida plena. Las campanas acuerdan con las guitarras tu despedida. Nos dejas una heredad de logros a gozar y cuidar. Amigo Luis, eras un grande, ¿los sabías?, creo que nunca te importó demasiado, tan de fácil era tu palabra y tu compañía.
Que porque no estas, se irá haciendo inmensa según tu propia estatura prócer. 

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