miércoles, 18 de agosto de 2010

Maradona

Jaime Bayly
Diego Armando Maradona.
Maradona es arrogante, y más que arrogante, ignorante, y más que ignorante, agresivo en su ignorancia.  Fue un virtuoso como jugador, pero no es un hombre inteligente, no es siquiera medianamente inteligente. Es un hombre lleno de complejos y resentimientos, un hombre turbado por las bajas pasiones, un enfermo en permanente rehabilitación, un hombre incapaz de ser humilde y escuchar las críticas y razonar serenamente. Es un hombre endiosado y adulado y por tanto un hombre engañado y mal informado. No posee inteligencia natural para razonar el juego del fútbol, como no posee inteligencia emocional para gobernar y expresar sus pasiones. Ama a sus hijas pero no reconoce a su hijo italiano.
Ama y adora a Chávez y a Fidel Castro porque los gringos no le dieron la visa para ir a Disney. Se pelea hasta con su sombra. Está siempre molesto, crispado. Cuando la prensa critica el mal juego de su selección, se enfurece y dice bravuconadas de matón. Cuando clasifica a duras penas al mundial, sale con procacidades: que me la mamen ahora los que me criticaron. Pues ahora ¿quién es el mamón, quién debe mamársela a quién? Porque, por lo visto,  quienes criticaron la natural incompetencia de Maradona para ejercer un cargo para el que no daba la talla (el entrenador de fútbol tiene que ser, ante todo, un estratega, y un estratega tiene que ser, ante todo, un hombre inteligente) tenían  la razón. Maradona  nunca debió ser entrenador de la Argentina porque no está dotado de las mínimas facultades para desempeñar ese cargo.
Es comprensible que sus compatriotas lo amen con desmesura y prescindiendo de toda razón debido a las alegrías que Maradona supo darles como jugador de fútbol; es menos comprensible que ese amor  los turbe y enceguezca al punto de no advertir lo que ya en las eliminatorias parecía evidente, y aun antes: que Maradona nunca será un buen entrenador porque si no puede gobernar su vida, sus palabras, sus turbias pasiones, sus odios y complejos y resentimientos, menos podría gobernar a la selección argentina.
El fracaso de la Argentina ante Alemania puso en evidencia esa simple verdad: que el mariscal que comandó al regimiento argentino estaba lastrado por la torpeza, la ineptitud y  la arrogancia. Como  consecuencia de ello, no eligió a sus mejores hombres, sino a sus mejores amigos. Como consecuencia de ello, Alemania destruyó a un aturdido batallón argentino y humilló a quien se creía Napoleón.

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