Recuerdo mis años de la infancia en la escuela Laprida1 y los primeros trazos sobre el cuaderno único de inferior. Arriba a la derecha, entre comillas: “La Malvinas son Argentinas” y de ahí en más a desarrollar la tarea del día. Es decir que antes de aprender a escribir, copiábamos la consigna, grabada a perpetuidad en nuestra esencia de ser argentino.
¿Cuántas generaciones hicimos lo mismo? Sin dudas que caló profundo en nuestras conciencias esas enseñanzas pétreas que nos inculcaron desde la más tierna infancia y así crecimos, con el estigma de la usurpación en nuestras espaldas, con la firme convicción de que tenemos nuestro territorio fragmentado, en manos de una potencia extranjera, que no admite, ni admitirá razones verdaderas que puedan afectar sus intereses.
Nos controlan a diario desde miles de kilómetros, nos vigilan, nos explotan, nos subestiman, nos degradan, asolan nuestro mar, lo depredan, no respetan los limites internos, ni externos. No dialogan, no nos escuchan, no nos respetan y hasta pienso que albergan por nosotros un odio visceral impredecible.
Un día le dijimos basta a tanta prepotencia y partimos en busca de nuestra pertenencia y fue cuando nos respondió el pirata, pertrechado con un potencial de violencia que truncó cientos de vidas de jóvenes inocentes, que no actuaron desde la ingenuidad, sino desde la obediencia debida a un mando autoritario proveniente de otro tipo de usurpadores, a los que teníamos dentro de nuestro territorio, porque habían forzado las instituciones democráticas.
Fuimos agredidos desde adentro y desde afuera arrastrados hacia a una guerra injusta y desproporcionada, incomprensible e inusitada, que dejó abiertas heridas absurdas y acentuó la división entre nosotros mismos.
Después pudimos recuperar la democracia y nos gobernaron gestiones miserables, que se negaron a reparar los costos de la guerra y sus efectos entre la tropa sobreviviente. Pretendieron ignorar el hecho histórico, como si la historia y sus consecuencias se originan por la firma de un simple decreto.
Por ahí se escuchan voces encontradas que murmuran sobre los caídos por Malvinas, pero nada dicen de los fantasmas que quedaron en pie, cargando las heridas de la sin razón y el despropósito, de esos que siguen deambulando en busca de una reparación que los asista del mal de las secuelas que horadan y corroen en lo más intimo.
Tal vez no forma parte de nuestra idiosincrasia, el reconocer la gestión de los héroes de la guerra, porque carecemos de conciencia y tradición bélica. Pero, si no se quiere optar por una observación de los sucesos acaecidos en nombre de la Nación Argentina , no es preciso que se ignore el hecho cierto, pues resulta imposible negar las evidencias que a diario nos recuerdan, desde la protesta permanente de los ex combatientes y hasta del suicidio que colapsó entre muchos de ellos.
Aquí nos encontramos, en la meditación de un día feriado para el país, en memoria colectiva de una gesta que logró por corto tiempo, que nuestro pabellón flamease en donde debiera hacerlo desde hace más de un siglo.
Nos estamos haciendo cargo del hecho, pero no de sus consecuencias, atendemos solamente lo que se puede ver desde afuera, no lo de adentro que en verdad existe y que de manera alguna podemos soslayar.
No nos sirve un país que desprecia a sus héroes de guerra, que se inclina por la prédica del egoísmo, sin espíritu solidario, ni estirpe de grandeza. Ya vendrá el día en que alguien se ocupe de analizar los hechos, repartiendo como se debe y corresponde, los premios y castigos.
1 En Rivadavia e Irigoyen, Santiago del Estero.
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