Pilar Rahola
La periodista Jana Beris comenta: "Que no me guste Netanyahu, a quien no he votado, no cambia la historia". Se refiere a la historia de Jerusalén, tan cercana y, por lo que parece leyendo la prensa, tan lejana. Ciertamente, cualquier tratado de historia obliga a recordar algunas cosas. Por ejemplo, que la tan manoseada resolución 181 de la ONU de 1947, que determinaba la partición de la llamada Palestina entre un "Estado judío y otro árabe", saltó por los aires cuando los árabes declararon la guerra contra Israel. Y con la guerra se cargaron el carácter internacional que Jerusalén tenía en ella.
Después vendría la toma de Jerusalén por parte de Jordania, el éxodo de todos los judíos de la parte antigua, la destrucción de las sinagogas, entre ellas la prestigiosa sinagoga Hurva, y la larga ocupación jordana de la única capital histórica, cultural, religiosa y social que han tenido nunca los judíos. El armisticio del 49 marcó la frontera de la Jerusalén ocupada y fue entonces cuando nació el concepto de "Jerusalén oriental", hasta entonces desconocido. A partir de la guerra del 67, los israelíes recuperaron la parte de Jerusalén ocupada por Jordania (cuya voluntad de dotar a Jerusalén de "capital palestina" brilló por su ausencia), y con ello cerraron la brutal herida que durante más de 17 años estuvo abierta en su mítica ciudad.
Y, como recuerda Florentino Portero cuando publicó en GEES, "Netanyahu tiene razón cuando afirma que construir asentamientos ya existentes en el entorno inmediato de Jerusalén no es una provocación, ni una ilegalidad, porque esos enclaves son parte de Israel, de la misma forma que la antigua ciudad de Koënisberg, donde se escribieron algunas de las páginas más trascendentales del pensamiento alemán, es hoy la ciudad rusa de Kaliningrado. Los alemanes han asumido el coste de sus derrotas, y gracias a ello Europa se ha reconstruido. Los palestinos no y de ahí los problemas que padecemos". A pesar de ello, y a pesar de la unidad que existe en la población judía respecto a Jerusalén –recuerden la indestructible posición de Rabin al respecto–, Ehud Barak llegó a plantear en el 2000, en Camp David, el tema tabú de la división, por considerar un bien superior la posibilidad de un tratado de paz con los palestinos. Y Arafat, como siempre, dijo que no.
Después, llegaría la segunda intifada, el error más sangrante y destructivo de los muchos que acumula la causa palestina. Jerusalén, pues, no es una cuestión baladí, ni la obsesión fanática del duro Netanyahu, ni la enésima maldad de los israelíes. Es una cuestión fundamental del ser judío, ganado a pulso de luchas y tragedias, y cuyo estatus actual parte de las guerras vencidas por quienes no las provocaron. Si hablamos, pues, de Jerusalén, no lo hagamos sin leer historia.
¿Significa, todo ello, que es lícito crear nuevos asentamientos en Ramat Shlomo? Legal y lícito, sin duda, oportuno, puede que no. Pero ello no valida los argumentos que ahora esgrime la Administración Obama , deseosa de ganarse la simpatía del políticamente correcto, masivamente obsesionado con Israel. No deja de ser llamativo que Obama muestre una actitud tan rígida con Israel y a la vez estreche relaciones con gobiernos que destruyen todos los derechos fundamentales, o se disculpe con Gadafi porque alguien de su administración dijo que eso de llamar a la yihad contra Suiza no está bien.
¿Qué conseguirá Obama con su actitud? Crear una mayor sensación de soledad en Israel, aumentar la convicción de que el riesgo iraní se acrecienta, hundir aún más a la izquierda israelí y dar alas al extremismo palestino. Es decir, un diez en estrategia geopolítica... Jerusalén no es un cromo que Obama pueda esgrimir para hacer populismo. Si no lo sabe, Rahm Emmanuel debería explicárselo. Si lo sabe, es un irresponsable.
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