martes, 23 de marzo de 2010

Cae el techo de la escuela

Antoni Puigverd

Si la escuela falla, todo falla. Si la escuela no da respuestas, ¿quién las dará? El terremoto cultural de las últimas décadas hace temblar a todas las viejas corrientes: tradición, ilustración, modernidad. Todas las viejas instituciones parecen desarbolarse: Parlamento e Iglesia, judicatura y familia, banca y empresa. Pero la que más pronto ha visto caer sus techos es la escolar.
No sé si les parece exagerado definir como "terremoto cultural" lo que ha pasado en las últimas décadas. En ellas se ha consolidado definitivamente la cultura de masas, que ha herido de muerte a la tradición humanística e ilustrada. Vivimos ahora bajo el imperio de las emociones. Emociones que barren la razón crítica, colapsan la reflexión y dan alas a todas las manifestaciones instintivas, mientras eclipsan todo intento de pausa, sosiego, orden, claridad. El nuevo tirano es la audiencia. Nada hay más dogmático, más irrefutable que las audiencias. Su omnipotencia ha desgarrado irreversiblemente el canon cultural, que -sintetizando tradición y modernidad- establecían las minorías académicas y los estudiosos (cuyo portavoz es el maestro).
Nuestra sociedad ha entronizado el consumo como ideal de felicidad. Y para fomentar el consumo, hay que halagar el deseo sin descanso. Bajo la voraz monarquía del deseo, se abandonan prácticas que son imprescindibles para atravesar con solvencia el territorio de lo real: la constancia, el trabajo laborioso y la aplicación han perdido toda su épica, todo su valor.
Antes, el saber no ocupaba lugar porque las distracciones eran pocas y caras. Pero en la sociedad del ocio, son tantas las posibilidades de distracción y dolce far niente,que el saber aparece como un engorroso entrometido. Por si fuera poco, en los años del ladrillo, los fondos de inversión y la Operación Triunfo, la gente interiorizó que el éxito nada tiene que ver con el esfuerzo. Niños y jóvenes, sobreprotegidos, crecen bajo el espejismo de la facilidad.
Mientras la velocidad de internet (y de las líneas low cost) ha conseguido romper las barreras del tiempo, cualquier aprendizaje, por humilde que sea, sigue requiriendo horas de atención. La dislocación entre velocidad y realidad es una de las características de la vida actual. El terremoto cultural de nuestro tiempo no se agota ahí, pero bastan estos esbozos para intuir la tremenda dificultad con que la escuela se enfrenta hoy a sus retos de siempre.
Otras muchas circunstancias se añaden al terremoto: la crisis de la familia, la estetización de la violencia o el fenómeno de la inmigración introducen en las aulas complejos problemas sociales. Sin olvidar otras cuestiones. Nacidos en plena era audiovisual, los niños y jóvenes de hoy tienden al pensamiento simultáneo (zapear; escuchar música y leer a la vez), pero sus profesores son los últimos representantes de la era Gutenberg, que estructura el pensamiento en secuencias: palabras que forman frases, frases que forman párrafos, párrafos que forman capítulos. Tal histórico cruce generacional no se resuelve introduciendo ordenadores en las aulas. No, si antes no se forma a los profesores. No, si antes no se idean contenidos para las nuevas tecnologías. El fetichismo del ordenador es la solución mágica de la política a un problema cuya envergadura desborda a la institución escolar.
El desconcierto o malestar de los profesores es comprensible. ¿Cómo enfrentarse a la caída de los techos de la vieja institución escolar? Del malestar se aprovechan los sindicatos de la enseñanza: antaño factores de progreso, ahora rentistas del miedo. El conseller Maragall propone para paliar el malestar una fórmula: reforzar el orden con mayor autoridad; y propugnar la coherencia de los claustros concediendo autonomía a cada centro. Son armas de doble filo: pueden ser instrumentalizadas. Pero pueden ser muy útiles: el sabio Gregorio Luri explica que los claustros cohesionados consiguen superar problemas que parecen insolubles cuando cada profesor va por su lado.
La tarea docente es hercúlea, pero la poderosa burocracia psicopedagógica (verdadero poder fáctico en la administración) la sigue complicando. Imponen demasiados y muy confusos objetivos a los maestros. Habría que reducir los objetivos a dos, orden y conocimientos mínimos. Ahora puede hacerse cualquier cosa en clase: vender droga, gritar, insultar, vejar; nunca pasa nada. Habrá orden cuando un alumno sepa lo que no puede hacer, y cuando la institución pueda imponerlo. Profesores y alumnos deberían tener clarísimo, asimismo, qué conocimientos hay que atesorar al salir de primaria, ESO, FP y bachillerato. Y cumplirlo cueste lo que cueste. Mientras nuestra escuela no concentre sus esfuerzos en estos dos objetivos, la complejidad del mundo presente se la comerá con patatas fritas. 

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