Héctor Farías*
Portada del número 2 de la revista.
La ocasión que nos ofrece la celebración del bicentenario de la patria para reflexionar sobre nuestro pasado y nuestro porvenir es una oportunidad que no podemos desaprovechar. Por ello no se debería banalizar el debate como se hace desde casi todos los espacios institucionales, con la indisimulada intención de escamotearle al pueblo una vez más la posibilidad de participar en la construcción de su destino. Para lograrlo los propietarios del poder, del saber y del creer ofrecen una repetición seriada de atriles y palestras para que hablen los que siempre hablaron en nombre de los que siempre escucharon.
Necesitamos esta vez un verdadero cabildo abierto repetido en todo el territorio de la Nación , de manera de que se escuchen las voces de los desoídos, esos a los que desde 1810 hasta hoy sólo se les permitió preguntar de qué se trata. Esa frase retrata como pocas la distancia que hubo -y hay- entre los que mandan y los mandados.
Fue hace dos siglos que la “sociedad sana” de la ciudad de Buenos Aires decidió con corte elitista los destinos de todos. La fotografía de aquel Cabildo profetizó el espacio que desde entonces ocuparían el Poder por un lado y el Pueblo por el otro. Aunque el pueblo era en aquel tiempo fuera una categoría mas estrecha..
En el Cabildo los menos-hoy con otros nombres- y en la intemperie los más, convidados de piedra y actores de reparto en la construcción revolucionaria, resolviendo los primeros la suerte de los destinos ajenos con actitud tutelar propia de una visión aristocrática y paternalista de la política.
Quizás allí se haya parido esta cultura que promueve la idea de un pueblo adolescente, precisado de caudillos fuertes, los que conjugando la jefatura y la magia con la orden y el temor se la pasan señalando el camino hacia la tierra prometida. Hoy mas que nunca, sólo prometida. De allí que en nuestra historia hayan sido más importantes los próceres que los pueblos, sublimando las conducciones autocráticas por encima de la verdadera protagonista del proceso político que debería ser la sociedad misma. América Latina, y la Argentina como parte de ella, es un continente aun no emancipado, sembrado de contrarrevoluciones que perpetuaron nuestro estatus de colonia, tanto cultural como política y económica.
Y si bien nuestra historia es la historia del pueblo en las calles, ella ha sido escrita en los palacios. Los argentinos han llenado muchas plazas (la “chusma” de Irigoyen, el 17 de octubre de Perón, nuestro propio santiagazo) pero aún así el poder sigue estando donde siempre estuvo en los recintos que habitan los privilegiados de toda la vida, y el pueblo va llenando y vaciando plazas, convocado en ocasiones por espejismos esporádicos como esperando que alguien le enseñe el paraíso.
Nuestro pasado no fue un hecho inevitable, ocurrió de ese modo porque así se quiso que ocurriera, como tampoco hay nada de inevitable en el porvenir. Asumir esto es fundamental para comprender la responsabilidad que tenemos con nuestro tiempo porque la libertad no es una concesión graciosa, ni una palabra puesta en un manifiesto fundacional para presumir de civilizados. Al contrario, es una actitud frente a la vida, y una responsabilidad frente a nuestros relatos personales y colectivos porque luego nadie tendrá derecho a reclamar impunidad frente a la historia.
Ha sido hasta aquí larga e infértil la espera, es tiempo entonces de que el pueblo convoque a sus propios cabildos abiertos para que resuenen las voces de todos. Un cabildo del que nadie quede excluido para no condenar a las mayorías a pararse en la plaza por otros 200 años más preguntando de qué se trata.
*Contraportada del último número de la revista "Federación".
No hay comentarios:
Publicar un comentario