Roberto Eduardo Vozza
El inolvidable Discepolín.
Es indiscutible que un poeta visionario en lo humano y lo social lo fue Enrique Santos Discépolo, autor entre otras grandes composiciones de la música porteña del siempre vigente “ Cambalache”, cuyos versos desnudan una realidad existencial que sobrepasó el “ siglo XX, cambalache, problemático y febril” para seguir enormemente vigente en nuestros días.
¿Un Julio Verne del verso popular argentino? Parecería que sí.
Eso de que “vivimos revolcaos en un merengue”; y que “cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón”, o que “da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón”, pareciera que cobra más fuerza en nuestra Argentina de hoy.
Por eso lo tituló “Cambalache”, al advertir, con sentido de metáfora, que la vida se “mezcló” entre la gente como esa “vidriera irrespetuosa” de enseres de segunda mano que se ofrecen en las actualizados y divulgados comercios de compra venta.
Pero ¿el por qué de “ver llorar la Biblia junto a un calefón?
En rigor, Discépolo pudo haber comparado al libro de los libros posado en una vidriera de cambalaches junto al dispositivo para el agua caliente; sin embargo la frase tiene otro contenido metafórico ajustado a una realidad de aquellos difíciles tiempos.
“Cambalache” fue escrito en 1934 en plena vigencia de la llamada “década infame” que sobrevivió el país; donde las carencias y necesidades del pueblo eran ampliamente visibles.
Tiempos de escasos recursos no tan solo para los pobres, sino hasta para los más pudientes en la franja media social, que para sobrevivir, vendían aquellos objetos de poco uso en la casa. Tiempo también de escasez de algunos artículos primordiales para el uso corriente como el papel higiénico.
Conseguirlo era un lujo demasiado costoso y la imaginación orientó al pueblo entonces suplantarlo con los papeles de fina tersura que adquirían a bajo precio en los mercaditos de barrio que venían en cajones envolviendo las frutas.
Pero la demanda por ese “adminículo” no alcanzaba para todos, por lo que se apeló al “sacrificio” de la Biblia impresa en fino papel arroz, infaltable en las casas, y cuya tersura se asemejaba también al tradicional y escaso “higiénico”.
El método práctico en el baño de una casa de clase media porteña era entonces: fijar un alambre acerado con punta en la pared, al lado del inodoro, cual si fuera un pinche, y colocar partida en dos o cuatro pedazos cada hoja de la inexorable y tristemente sacrificada Biblia. De tal modo, se contaba con ese elemento tan indispensable para las necesidades fisiológicas de la familia.
Y colgado mas arriba, cerca de la ducha estaba el clásico calefón a alcohol.
Con este cuadro Discépolo se inspiró para describir entonces “… y herida por un sable sin remaches, ves llorar la Biblia , junto a un calefón…”.
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