Dos circunstancias de ayer mismo animan este artículo. Por un lado, una amiga de formas educadas me explicaba que su hijo de 13 años había empezado a escupir. Como en su familia no existía tan soez gesto, la mujer interrogó al niño. "¿De dónde has sacado un hábito tan maleducado?". De dónde había de ser…: del fútbol.
Y así, todos sus esfuerzos por educar a su hijo dentro de las normas de la civilidad básica se habían ido al garete gracias a los ídolos de su equipo, cuyos escupitajos permanentes decoraban, semana tras semana, sus mejores jugadas. Si Piqué, Pedro y tutti quanti se entregaban a su alegre hábito ante millones de personas que los estaban venerando, ¿por qué no había de hacerlo un preadolescente que, configurando su personalidad, prefería parecerse antes a su ídolo que a su santa madre? Y ante la imposibilidad de tocar la pelota con la misma gracia, lo intentaba por la vía de lanzar gallos.
La mujer preguntaba qué debía hacer, y con su pregunta bailando en el rincón de los imposibles, me crucé por la calle con un señor de porte muy formal. Hablaba por el móvil y, en una de estas, soltó un tremendo gargajo que incluso rebotó como si tuviera muelle. Ni que decir tiene que esta escena se repite cada día con más frecuencia, en gentes de toda índole y condición, aunque mayoritariamente es una acción masculina. Y no creo que, en el caso del señor en cuestión, sea un simple mimetismo de los ídolos del fútbol. De anécdota en anécdota, pues, la categoría es la práctica cada día más frecuentada de uno de los gestos más sucios, soeces y primitivos que configuran los malos hábitos del ser civilizado. ¿Qué son las buenas maneras? Probablemente una vaselina para la convivencia, y quebrar esas normas básicas es tanto como retroceder en la condición humana.
El Maestro Kong, más conocido como Confucio, ya se preocupaba en el año 500 antes de Cristo de reflexionar sobre las buenas maneras y una de sus ideas refleja con precisión esta cuestión: "Donde hay educación, no hay distinción de clases", dijo Confucio, y la frase puede leerse a la inversa: donde no hay educación, tampoco no hay distinción de clases. Quizás la buena educación sólo es un intento permanente, y no siempre conseguido, de no ser maleducado, pero el valor está en el esfuerzo, en el intento de serlo. Y escupir en la calle, sin otro complejo que apuntar bien, es una sucia vulgaridad que dice más de un ser humano de lo que dice el resto de su personalidad. ¿Por qué retorna el hábito? Más allá de las respuestas a esta pregunta, algo está claro: los deportes de masas no ayudan a erradicarlo. Y entre gol y gol, la cantidad de escupitajos que sueltan es de proporciones cósmicas. Quizás tendría que hacer algo Guardiola, que gusta de los buenos hábitos. Sea como sea, por favor, ¡dejen de escupir en público! No sólo es sucio y vulgar. Es repugnante.
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