lunes, 10 de mayo de 2010

Vender el alma al diablo

Rogelio Alaniz
 El amor desmedido por el poder une a los Kirchner.
En las usinas del kirchnerismo, la confianza en ganar las elecciones del 2011 es cada vez más fuerte. Objetivamente, no hay ningún fundamento para sostener esa creencia, pero tampoco hay fundamentos serios para sostener lo contrario. Los escenarios políticos suelen ser tan cambiantes como los amores de las heroínas de los tangos. Lo que importa, en todo caso, es saber que los Kirchner disponen de una fuerte voluntad de poder, acompañada del uso discrecional y decisivo de los recursos del Estado.
Los Kirchner aman el poder con un amor casi patológico. Se equivocan mucho pero también aciertan y saben aprovechar muy bien esos aciertos. En este punto, son leales a una genuina tradición peronista impuesta por su propio jefe, quien decía que la única verdad es la realidad, lo que traducido al lenguaje político quiere decir: la única verdad es el poder.
Se dice que amar el poder significa vender el alma al diablo, lo cual desde el punto de vista político sería una falta menor. Pero más allá de las escatologías, lo cierto es que ese amor exige una tensión exasperada, una voluntad obsesiva, un afán excluyente para honrar esa suerte de becerro de oro. También exige talento. Un talento sostenido con pocos escrúpulos, pero talento al fin. El poder exige, además, imaginación y creatividad, condiciones que, como se podrá apreciar, se confunden con las del artista, motivo por el cual se ha llegado a decir que la política antes que una ciencia, es un arte, un arte tan exigente que a veces su primera o su última víctima suele ser el propio artista.
Los Kirchner no son artistas, por lo menos no son grandes artistas, pero bien se los podría calificar como aceptables artesanos. La virtud que los ha llevado desde la intendencia de una modesta ciudad de la Patagonia a la presidencia de la Nación es, al mismo tiempo, su límite y su vicio. Quienes demostraron una singular maestría para construir poder desde la nada, no vacilaron en dilapidarlo sosteniendo posiciones que los conducían a una segura derrota. En este punto, los Kirchner se parecen más al apostador compulsivo que al jugador de ajedrez.
Un aspecto al que los analistas nunca le asignan demasiada importancia es el azar. No obstante, si por azar entendemos aquello que sucede y no estamos en condiciones de prever, está claro que esta categoría es importante y a veces puede llegar a ser decisiva. ¿Acaso el azar no fue gravitante para que Kirchner fuera presidente? ¿Cómo llamar si no a una candidatura que se forja luego de la renuncia de Reutemann y de la Sota? ¿Alguien puede decir que estos acontecimientos respondían a procesos estructurales más o menos previsibles?
También pertenece al campo del azar el tiempo político en el que le toca actuar a un gobernante. Hoy se sabe bien que gobernar en un ciclo de vacas gordas no es lo mismo que hacerlo en un período de vacas flacas. Que más allá de las ideologías y las buenas intenciones, su gravitación suele pesar -a veces de manera decisiva- en una gestión, sobre todo en tiempos en que los procesos fundacionales y las ideologías que los sustentaban se han derrumbado o están en crisis.

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