Miguel Brevetta Rodriguez
Rubén Juárez y su bandoneón.
La noticia llegó helada, como la triste y fría sensación de esta mañana. Una vez más nos dejó un talentoso creador, músico, compositor y cantante de excepción como lo fue Rubén Juárez.
Lo conocí a fines de la década del sesenta cuando Pipo Mancera lo presentó en sus Sábados Circulares, como a un muchacho del interior del país (Córdoba) que no solo cantaba tangos con una voz y acento bien particular, si no que se acompañaba él mismo con su bandoneón, lo que no es tarea fácil.
Apuesto, delgado, con impecable traje negro, aparecía sentado en un taburete desde donde arrancaba preludios a un fuelle de color blanco, nunca visto antes, lo que significaba una imagen original y novedosa para la época.
Desde aquella presentación, a sus últimos días, era otro Rubén el que se veía sobre los escenarios tangueros. Había subido tanto de peso que su figura esbelta y alineada contrastaba con un sobrepeso más que considerable.
Dueño de un fraseo vanguardista y estético le imprimió al tango un sello característico y fácilmente identificable desde el primero a los últimos compases. Los arreglos que aportaba a cada una de las sucesiva grabaciones que nos entregaba, mostraban una evolución amena, confortable al oído, pero punzantes para el corazón.
Se lo observaba sufrir en cada interpretación. Eran como heridas cortantes sus pausas repentinas a mitad de una canción para luego insertarse a tiempo de solfeo dentro de una melodía sonora y sentida que se adelgazaba en los finales hasta el hilo en la voz, imprimiendo al final de cada tema, una bocanada de aire fresco y renovado, desde donde se apreciaba un caudal generoso de afinación como de emotiva entonación.
Más una vez lo encontré –de pura casualidad- por los piringundines porteños, a veces en calidad de intérprete, otras como un simple asistente confundido en algún rincón del “ tanguerío”, como un parroquiano más, de los que por supuesto, nunca se negarían a subir al escenario para el deleite de todos los presentes.
Pocas veces apelaba a introducir en su repertorio los temas de su autoría. Era un enamorado de los tangos tradicionales, a los que arreglaba a su gusto, imponiéndoles su sello característico, como “Pasional”, “El choclo”, “Tinta roja” o “El cantor de Buenos Aires” entre tantos otros.
En fin, nos dejó un cantante de fibra, con vocación y entusiasmo por detener los tiempos idos, esos de taco, farol, esquina y buzón carmín. Duele como siempre la partida repentina y tempranera, pero queda lo vivido, una historia sentida que tuvo a un joven del interior como protagonista indiscutido de un estilo intenso hasta el clamor, audaz y pasional.
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